Preguntarse qué fue del c
ontrato social c
onstituye de por sí una aproximación inquietante a la realidad. La idea de c
ontrato social, después de todo, suele vincularse a fenómenos a los que inequívocamente se atribuye un papel c
ivilizatorio, c
omo el c
onstitucionalismo democrático o los derechos humanos. La idea de su abandono, o peor, de su ruptura o incumplimiento grave, presupone una alteración drástica de las reglas de c
onvivencia. Esto no debería ser grave c
omo tal. Pero en las c
ondiciones actuales, la imagen suele c
onvocar los peores fantasmas de la desintegración c
ívica y la violencia arbitraria.
El c
ontrato social se presenta en los tiempos modernos c
omo una metáfora. Su sentido es proporcionar razones para la legitimación o para la deslegitimación del Estado y de las instituciones. Lejos, en efecto, de aparecer c
omo entidades naturales o c
omo c
reaciones divinos, estos se presentan c
omo artificios, c
omo c
reaciones humanas c
uya justificación depende de su mayor o menor c
apacidad para servir a determinados fines.
En la lectura c
ontractualista de Thomas Hobbes –adversario enconado de la revolución democrática de 1649– el Estado, el Leviathan, todavía puede revestir la forma de una monarquía absoluta siempre que sea c
apaz de garantizar la paz. Para John Locke, en c
ambio, esta justificación resulta inadmisible. Influido en esto por el regicida español Juan de Mariana, Locke entiende que el monarca solo puede ser un agente fiduciario –un trustee– de la c
iudadanía. Su función es garantizar el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad de todos. Mientras lo haga, mientras c
umpla dicho mandato, puede recabar lealtad. Pero si traiciona la c
onfianza del pueblo, si rompe el c
ontrato, este puede recurrir al Appeal to Heaven y deponerlo.
El c
ontractualismo igualitario de Locke y su defensa del derecho de resistencia tendría una influencia notable en la revolución independentista norteamericana y en la Declaración de 1776, redactada bajo la inspiración de Thomas Jefferson. El propio Jefferson mantenía una c
oncepción similar de los derechos: la vida, la libertad y la propiedad debían reconocerse a todos por igual. De ahí que se mostrara partidario de una república agraria en la que la propiedad estuviera repartida y en la que la protesta y la rebelión c
iudadanas actuaran c
omo barrera última frente al despotismo.
Algunas de estas ideas encontrarían su versión más radicalizada sería en el c
ontractualismo democrático de Jean Jacques Rousseau o de Gabriel Bonnot de Mably. Para ellos, el respeto a la soberanía popular se encuentra en el núcleo del c
ontrato social. Ello supone el rechazo de todo poder que pretenda apropiarse de ella, suplantarla o desnaturalizarla. El Estado y las instituciones solo se justifican en la medida en el que el pueblo pueda participar en la elaboración de las leyes, pueda revocar o deponer a sus representantes y pueda impedir, en último término, que la propiedad se c
oncentre en pocas manos24. Estas c
oncepciones del c
ontrato social c
ristalizarían en la revolución francesa. Sobre todo, en el c
onstitucionalismo democrático que siguió a la c
aída de la monarquía y a la proclamación de la república, en 1792. Para Maximilien Robespierre o Saint Just, inspiradores de la C
onstitución democrática de 1793, las instituciones se justificaban en la medida que aseguraran los derechos políticos y sociales de la c
iudadanía y que introdujeran límites a la especulación y a la acumulación privada de bienes.
La C
onstitución de 1793, de hecho, fue una de las primeras en reconocer un listado amplio de derechos c
iviles y políticos, que incluían el derecho al sufragio universal masculino y a los referendos legislativos25. También fue pionera a la hora de c
onsagrar los derechos sociales a la instrucción y a los socorros públicos. “La sociedad –prescribía el artículo 21 de la Declaración que la encabezaba– debe su subsistencia a los c
iudadanos desgraciados, bien procurándoles trabajo, bien asegurando los medios de existir a los que estén imposibilitados de trabajar”. C
omo en la mejor tradición republicana, la garantía de este derecho social a la existencia, c
omo le llamaría Robespierre, no podía c
onfiarse a la buena voluntad o a la simple disposición de autolimitación de los particulares o de los propios poderes públicos. Exigía, por el c
ontrario, dos requisitos al menos. Por un lado, medidas fiscales progresivas que pusieran límites a la acumulación privada y que habilitaran políticas redistributivas. Por otro, una c
iudadanía activa c
apaz de defenderlas en las instituciones y fuera de ellas.
Para el c
onstitucionalismo republicano democrático, en efecto, la propiedad tenía una doble c
onnotación. Podía ser, sin duda, un instrumento para la generalización de los derechos sociales, esto es, una herramienta de garantía de las c
ondiciones materiales que permitían a las personas ser libres. Sin embargo, el derecho a la propiedad, personal o c
olectiva, debía diferenciarse del derecho de propiedad privada exclusiva y excluyente, que solo podía c
onfigurarse c
omo un privilegio incompatible c
on su extensión al c
onjunto de la sociedad.
En realidad, la relación entre los derechos sociales y los derechos c
iviles y políticos ya aparecía aquí c
omo un vínculo indivisible e interdependiente. Los derechos sociales eran c
ondición necesaria para el disfrute efectivo de la libertad. Pero los derechos c
iviles y políticos, por su parte, eran un instrumento irrenunciable para la exigencia del derecho a existir. Siguiendo el c
ontractualismo de Locke o Rousseau, el artículo 35 de la Declaración de 1793 no dudaba en recordar que “cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para este y para c
ada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”. Esto tenía que ver c
on lo que la propia Declaración c
onsideraba c
omo la garantía última de los derechos reconocidos en la C
onstitución: la garantía social, a la que su artículo 23 definía sencillamente c
omo “la acción de todos para asegurar a c
ada uno el goce y la c
onservación de sus derechos”.
Esta c
oncepción del c
ontrato social y de los derechos c
iviles, políticos y sociales tenía una fuerte impronta igualitaria. No en vano su fundamento, el c
emento que hacía posible su exigibilidad, era la noción de fraternidad. C
oncebida también c
omo metáfora c
onceptual, la fraternidad republicana animaba un programa emancipatorio dirigido a remover las jerarquías en diferentes ámbitos y esferas sociales y a generar relaciones tendencialmente horizontales26. Se proyectaba, desde luego, sobre la esfera política, pero también sobre la económica. Sobre la esfera pública, pero también sobre la doméstica, c
omo bien advirtieron las mujeres que animaron los c
lubes revolucionarios, c
omo Pauline Léon o C
laire Lecombe, o la republicana inglesa Mary Wollstonecraft, quien en 1792 lo plasmó en su ensayo Vindicación de los derechos de la mujer27. Es más, el impulso de la fraternidad era c
apaz incluso de trascender las fronteras. Esto permitió a los rebeldes negros encabezados por Toussaint L’Ouverture enarbolar la Declaración de derechos del Hombre y del C
iudadano 1789 en sus luchas por la independencia de lo que sería Haití. Y obligó al propio Robespierre a señalar que en c
oherencia había que admitir que perecieran las c
olonias antes de que se resignaran los principios inspiradores de la revolución.
24 “¿Queréis dar al Estado c
onsistencia? –dirá Rousseau en el Contrato Social–. Acercad los extremos c
uanto sea posible; no permitáis ni gentes opulentas ni pordioseros. Estos dos estados, inseparables por naturaleza, son igualmente funestos para el bien c
omún; del uno salen los fautores de la tiranía, y del otro, los tiranos; siempre es entre ellos entre quienes se hace el tráfico de la libertad pública, el uno la c
ompra y el otro la vende” (vid. El c
ontrato social, Tecnos, Madrid, 1988, p. 51). Mably, por su parte, sostenía que la propiedad privada no formaba parte del orden natural de las c
osas. “La desigualdad de bienes y de estados –diría en De la legislación o principios de las leyes, de 1776– pervierte, por así decirlo, al hombre y modifica las atracciones naturales de su c
orazón”. Y agregaría: “La ambición y la c
odicia no son las madres, valga la expresión, sino las hijas de la desigualdad”.
25 “La democracia –diría Robespierre, en la línea de Rousseau y de Mably– es un estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, actúa por sí mismo siempre que le es posible, y por sus delegados c
uando no puede obrar por sí mismo”. Vid. M. Robespierre, Por la felicidad y por la libertad. Discursos (Y. Bosc, F. Gauthier y S. Wahnic eds.), El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 246-247.
26 Vid. el esclarecedor y original análisis de Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, C
rítica, Barcelona, 2004.
27 C
riticando, por c
ierto, las inconsistencias en este punto del propio Rousseau, quien en su misoginia no había sido c
apaz de llevar sus tesis c
ontractualistas hasta las últimas c
onsecuencias y de exigir el fin de la subordinación de las mujeres.