La experiencia del siglo XIX es útil para entender que ni el constitucionalismo ha sido necesariamente democrático, ni la apelación genérica a los derechos está necesariamente vinculada a posiciones garantistas. Buena parte de los regímenes constitucionales del siglo XIX, de hecho, fueron profundamente elitistas, de modo que la expresión liberalismo-democrático era más bien un oxímoron. Muchas de estos regímenes, a su vez, reconocieron ciertos derechos y libertades, pero lo hicieron a partir de premisas desigualitarias, que privilegiaban a aquellos de tipo patrimonial y restringían los derechos políticos y sociales de la población más vulnerable.
Este tipo de perspectiva es importante para entender lo que está ocurriendo. En buena medida la ofensiva an
tisocial que se ha producido tras el estallido de la crisis en 2008, puede verse como una suerte de prolongación de las obsesiones del constitucionalismo liberal conservador del siglo XIX. Es más, el largo Termidor que se vive en la actualidad hunde sus raíces en los años setenta del siglo pasado, en la contrarreforma que puso en entredicho, precisamente, el contrato social, el pacto tácito sobre el que se había construido el constitucionalismo de posguerra.
La propuesta de contrato social que supuso el constitucionalismo democrático de posguerra, en efecto, fue el intento de establecer un nunca más al capitalismo financiarizado y desbocado que había conducido a dos guerras mundiales y, a la postre, a la catástrofe del nazismo y del fascismo. Nació, desde luego, con una impronta claramente igualitaria, que se manifestó en las primeras constituciones aprobadas en los länder alemanes, en las cláusulas más avanzadas de la constitución republicana italiana -como la llamada cláusula Basso de igualdad real- en textos internacionales como la Declaración de Filadelfia de 1944 o la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 o en la propia arquitectura económica internacional diseñada en los Acuerdos de Bretton Woods.
Estos textos y acuerdos se dirigían a todos los pueblos del mundo, y pretendían hacer de la solidaridad y de la fraternidad principios que traspasaran las fronteras33. Su objetivo principal era asegurar a los pueblos el derecho a la autodeterminación y al desarrollo; y a las personas, sin distinción de creencias, sexo u origen étnico, una serie de derechos civiles, políticos, sociales y laborales inalienables y basados en los principios de interdependencia e indivisibilidad. Para ello, sin embargo, era indispensable contar con una arquitectura financiera internacional que autorizara políticas expansivas, limitara las operaciones especulativas e introdujera límites a la libre circulación de capitales.
Ciertamente, el impulso igualitario de este nuevo contrato social quedaría prontamente atrapado por las exigencias de la Guerra Fría y por los intereses neo-imperiales en disputa. Este escenario, de hecho, condujo al constitucionalismo social de posguerra, sobre todo en Europa, a moderar sus objetivos emancipatorios y a enfatizar la necesidad de intervenciones compensatorias o equilibradoras de las desigualdades existentes. Esto suponía desactivar aquellas cláusulas que podían conducir a la transformación radical o a la superación de las relaciones capitalistas, para priorizar las que permitían regular su funcionamiento en un sentido más equitativo. Esta aceptación del capitalismo como horizonte política y jurídicamente insuperable no solo comportaba una renuncia a los objetivos igualitarios más radicales, sino también una contención del propio principio democrático. Se consagraron, así, derechos políticos y sindicales amplios, pero se priorizaron las vías representativas en detrimento de la participación directa y se reforzó el papel del ejecutivo y de los tribunales constitucionales. Igualmente, se blindaron ciertos derechos sociales y se autorizó, para ello, la creación de servicios públicos, la imposición de deberes fiscales progresivos y de límites a la propiedad privada y a la libertad de empresa. Pero todo ocurrió en un marco constitucional que, al aceptar la economía de mercado capitalista, renunciaba a la democratización plena de la empresa34.
Muchos de estos límites, ciertamente, serían denunciados por diferentes movimientos sociales y sindicales, sobre todo a finales de los años sesenta. Frente a cierta idealización de los Estados de bienestar en los que habían cristalizado los programas constitucionales de posguerra, estos movimientos –obreros, estudiantiles, feministas, ecologistas, an
ticolonialistas– contribuyeron a hacer visible sus sesgos burocratizadores y excluyentes, así como las insostenibles bases energéticas sobre las que se apoyaban. Se reconocía, con ello, que el llamado Estado de bienestar había mejorado la protección de los derechos de ciertas capas medias y de los sectores más protegidos del mundo del trabajo. Pero que a menudo lo había hecho sin las garantías suficientes, de modo discrecional, ignorando los límites ambientales del crecimiento y reduciendo a los ciudadanos a simples idiotés, esto es, a consumidores y clientes pasivos de las burocracias administrativas35.
Con todo, no fueron las críticas democratizadoras e igualitarias al contrato social de posguerra las que consiguieron abrirse camino. Por el contrario, la ofensiva contra sus pilares principales corrió a cargo de un liberalismo conservador de nuevo tipo, que recuperó y actualizó muchas de las obsesiones desarrolladas por el constitucionalismo doctrinario del siglo XIX.
Autores como el austríaco Friedrich Hayek acusaron tempranamente al constitucionalismo social de poner en peligro no solo las libertades de mercado, sino también las libertades civiles, allanando así un auténtico camino hacia la servidumbre. Este tipo de diagnóstico se vería reforzado por otros documentos como el Informe de la Comisión Trilateral, elaborado en los años setenta por Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki a instancias del Departamento de Estado de los Estados Unidos. El Informe entendía que el problema del constitucionalismo social de posguerra no eran sus déficits democráticos sino lo contrario, el exceso de expectativas políticas y sociales que generaba y que conducían a la ingobernabilidad. Este diagnóstico venía acompañado de una terapia radical. Para superar la endémica tendencia a la inflación y al déficit del constitucionalismo keynesiano, era imprescindible sustraer a los parlamentos la capacidad de intervenir sobre el gobierno de la economía. En su lugar, Hayek y sus seguidores sugerían encomendarla a órganos supuestamente técnicos e independientes como los bancos centrales.
Esta limitación de la capacidad de actuación de los parlamentos debía acompañarse de una morigeración de los derechos de participación de las clases populares, bien a través de cambios en los sistemas electorales, bien a través del control de los medios de formación de la opinión pública y de financiación de los partidos. Esta restricción de los derechos de participación era una condición indispensable para la flexibilización de los derechos sociales y laborales y para la mitigación de los controles impuestos al derecho de propiedad privada y a las libertades de mercado, comenzando por la libre circulación de capitales, mercancías y servicios36.
La caída del Muro de Berlín supuso un espaldarazo decisivo a este programa de contrarreformas y mostró que el contrato social de posguerra había sido en buena medida un contrato forzoso, inspirado más en el miedo de las élites que en la solidaridad o el altruismo. A resultas de este cambio de escenario, esta nueva concepción política y económica iría penetrando de manera profunda en las constituciones sociales vigentes. A veces, limitando su capacidad normativa, otras, o subordinado sus preceptos más garantistas a lógicas privatizadoras o mercantilizadoras37. La efectividad de esta operación, por su parte, vendría asegurada por la irrupción, en el ámbito supraestatal, de nuevos marcos constitucionales con un denso contenido normativo y un fuerte sesgo an
tisocial. Este sería el caso de la Lex mercatoria surgida en los últimos años para proteger el derecho de inversión de los grandes agentes privados, bajo la tutela de los tribunales de arbitraje, los organismos financieros internacionales o las agencias de calificación de deuda. O de los llamados Consensos de Washington y de Bruselas, cuyo influjo en la modelación del constitucionalismo en América y el conjunto de Europa ha resultado ser decisivo.
La deriva experimentada por la Unión Europea en las últimas décadas puede, en efecto, considerarse uno de los reflejos más claros de esta ofensiva constitucional an
tidemocrática. Desde el punto de vista institucional, se iría generando una arquitectura en la que el peso de las grandes acabaría recayendo, bien en los ejecutivos estatales –sobre todo los de los Estados más poderosos, como Alemania o Francia– bien en órganos e instituciones con escasa o nula legitimidad democrática y especialmente sensibles a la presión de los lobbies privados, como la Comisión, el Banco Central o el Tribunal de Justicia de Luxemburgo38. Desde el punto de vista económico, la incorporación a los tratados de un derecho de la competición carente prácticamente de restricciones, así como de rígidas reglas monetaristas, fue minando paulatinamente los márgenes de actuación de los Estados miembros en materia de políticas sociales. Todo esto se vería agravado por la ausencia de una fiscalidad común, que facilitaría la progresiva suplantación, en el ámbito supraestatal, de la lógica de la solidaridad y de la cooperación por la de la insolidaridad y el dumping social39.
Pero esta lógica no solo ha desactivado la posibilidad de intervenciones públicas correctoras de las actuaciones del mercado. También ha alentado a los países miembros a recurrir a prácticas alternativas ilegítimas o insostenibles, como el falseamiento de las cuentas públicas, la atracción de capitales especulativos o el sobreendeudamiento privado, dos elementos que están en el origen del actual crecimiento desorbitado de la deuda pública.
En este contexto, es evidente que la solidaridad puede mantenerse como referencia normativa de algunos derechos, como ocurre, por ejemplo, con ciertos derechos sociales y laborales recogidos en la llamada Carta de Niza40. Pero su función no es ya la de corregir los abusos provenientes de los poderes financieros y económicos, sino por el contrario, la de garantizar que estos no sean interferidos de manera excesiva o desproporcionada por intervenciones públicas o por derechos como la negociación colectiva o la huelga41.
Naturalmente, esta degradación del principio social y democrático no ha dejado incólume el principio del Estado de derecho. Así, junto a su rostro privatizador, el programa neoliberal incluiría la adopción de medidas punitivas, de “tolerancia cero”, dirigida contra los excluidos -desempleados, migrantes pobres, trabajadoras sexuales- y, de manera creciente, contra la disidencia cultural, política e incluso sindical42. Restricciones al ejercicio del derecho de huelga y de manifestación y una configuración vaga e indeterminada de supuestos delitos de “resistencia”, contra el “orden público” y de colaboración con el “terrorismo”, han sido algunas de las medidas en las que se ha reflejado el reforzamiento del Estado penal resultante del desmantelamiento del Estado social43.
Este celo punitivo exhibido con los sujetos disfuncionales al nuevo orden económico contrastaría, en todo caso, con la cobertura jurídica y política otorgada a poderes privados y particulares ligados al aparato estatal que se han beneficiado del mismo. Así, este nuevo Derecho penal del enemigo descrito –y en el fondo justificado– por autores como Günter Jakobs, conviviría sin aparente tensión con un no menos eficaz Derecho penal de los amigos encargado, entre otras funciones, de asegurar espacios de impunidad para la corrupción o la especulación a gran escala. La abierta pasividad, cuando no el estímulo político y jurídico de fenómenos como los paraísos fiscales o lo que el penalista William Black ha denominado el fraude a los controles bancarios son solo un botón de muestra de esta tendencia44.
Ahora bien, si el constitucionalismo neoliberal tiende a marginar el papel correctivo de los derechos sociales y del principio de solidaridad al interior de los Estados, también lo hace en la esfera regional e internacional. En este sentido, los tratados de libre comercio, las cartas de recomendación de las instituciones financieras y los programas de ajuste se presentan como dispositivos dirigidos a exportar esta lógica privatizadora en favor de los Estados y regiones más fuertes. Esta lógica insolidaria –que tiene en la guerra por el acceso o la apropiación de recursos su expresión más cruda– puede convivir con las apelaciones a la solidaridad presentes en los programas de cooperación, de ayuda al desarrollo, y en numerosos documentos y declaraciones de Naciones Unidas. Pero se trata de una convivencia inestable, en la que el alcance de la solidaridad, o bien se desvanece, o bien se adecua funcionalmente a estrategias competitivas incompatibles con el respeto al derecho a la autodeterminación y al desarrollo45.
33 La Declaración de 1948 establecía en su Preámbulo que los seres humanos, “dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con otros”. Esta invocación de la fraternidad se ha señalado, asimismo, como fundamento de los deberes hacia la comunidad recogidos en el art. 29.1. Sobre el papel de la Declaración de Filadelfia en este contexto, vid., a su vez, la interesante monografía del laboralista francés Alain Supiot, L’esprit de Philadelphie. La justice sociale face au marché total, Le Seuil, París, 2010.
34 Este cambio de paradigma fue especialmente visible en casos como el alemán, cuya Ley Fundamental de Bonn se había concebido, en más de un punto, con el propósito de evitar los excesos y la “ingobernabilidad” de la República de Weimar y de su constitución. Sobre esta cuestión ha llamado la atención recientemente Jan-Werner Müller, “Beyond Militant Democracy?”, en New Left Review, nº 73, Londres, enero-febrero 2012, pp. 39 y ss.
35 Estas críticas no se limitaban, desde luego, al constitucionalismo de los países occidentales, cada vez más atenazados por la escalada imperialista de los Estados Unidos. También alcanzaban a las constituciones socialistas del bloque del Este –presas de lógicas burocráticas y cada vez más subordinadas a los dictámenes de la URSS– y a no pocas constituciones desarrollistas y nacionalistas del llamado Tercer Mundo.
36 El fin del régimen de convertibilidad dólar-oro, impulsado por el presidente de los Estados Unidos Richard Nixon en 1971, y la abrogación, en 1999, de la Ley Glass-Steagall, que había contribuido a mantener separada la banca comercial de la banca de inversión fueron dos hechos decisivos para la financiarización de las relaciones económicas. Un cambio cuyo impacto en el constitucionalismo social sería notable.
37 Los ejemplos en este sentido son abundantes y van desde las modificaciones introducidas a la constitución portuguesa de 1976 con el objetivo de descargarla de sus componentes más socializantes y de adecuarla al nuevo marco europeo hasta la reciente reforma de 2011 del art. 135 de la constitución española, realizada con el propósito de asegurar la prioridad absoluta del pago de la deuda pública a los acreedores externos.
38 Mientras tanto, el único órgano con legitimidad electoral directa, el Parlamento, no pasaría de tener una posición subalterna en la arquitectura institucional europea global.
39 A propósito de esta cuestión, vid. las lúcidas consideraciones de Wolfgang Streeck en “Markets an
d Peoples. Democratic Capitalism an
d European Integration”, en New Left Review nº 73, Londres, enero-febrero 2012, pp. 63 y ss.
40 La Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea está organizada en torno a VII Títulos. El IV, precisamente, versa sobre la “solidaridad”, y está compuesto por 11 artículos. En él se consagran diferentes derechos sociales, desde el derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la empresa hasta el derecho de negociación colectiva, a la protección en caso de despido laboral, o a la tutela del medio ambiente. El problema, en realidad, reside en que estos derechos están subordinados a la libertad de empresa y a la propiedad privada consagradas, sin las limitaciones propias del constitucionalismo social, en el Título II de la propia Carta y en el núcleo duro de los tratados. Sobre esta concepción patrimonializada de los derechos de solidaridad en la Unión Europea ha llamado la atención, entre otros, A. Cantaro, en Europa sovrana. La costituzione dell’Unione tra guerra e diritti, Edizioni Dedalo, Bari, 2003. [Hay trad. cast. de Gerardo Pisarello y An
tonio de Cabo, Europa soberana. La constitución de la Unión entre guerra y derechos, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, pp. 129 y ss.].
41 Basta recordar, en este sentido, la jurisprudencia favorable a las libertades de establecimiento y de circulación de servicios y mercancías establecida por el Tribunal de Justicia de Luxemburgo entre diciembre de 2007 y junio de 2008 en los célebres asuntos, Viking, Laval, Rüffert y Luxemburg. Para un an
álisis más detenido de este conflicto entre libertades de mercado y derechos sociales, vid. A. Nogueira López (dir), Mª An
tonia Arias Martínez y Marcos Almeida Cerreda (coords.), La Termita Bolkenstein. Mercado único vs. Derechos ciudadanos, Thompson, Civitas, Aranzadi, Pamplona, 2012.
42 Vid, entre otros, J.C. Paye, La fin de l’Etat de droit. La lutte an
titerroriste de l’état d’exception à la dictadure, La Dispute, Paris, 2004.
43 Una aproximación interesante a esta cuestión en G. Portilla, El derecho penal entre el cosmopolitismo universalista y el relativismo posmodernista, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2008.
44 Véase William Black, The Best Way to Rob a Bank is to Owe One, University of Texas Press, Texas, 2005.
45 Al respecto puede verse L. Ferrajoli, Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, Laterza, Roma, 2010, Vol. II., pp. 503 y ss.