Los Pactos Internacionales y las Constituciones estatales dejan claro que son los Estados los responsables primeros de hacer realidad todos los derechos humanos y, desde luego, también los derechos sociales.
La historia reciente a
ntes relatada deja bien a
las claras que solo la decidida intervención de los Estados ha sido capaz de poner orden en el caos liberal y garantizar derechos básicos a
todas las personas, derechos negados y pisoteados por el libre mercado –mercado de trabajo, mercado del as
eguramiento, mercado de la salud, mercado de la vivienda…–, que engorda comiéndose tales derechos.
Esta tarea de hacer realidad los derechos sociales excede, desde luego, de la mera obligación de respetar esos derechos, a
bstenerse de vulnerarlos y del deber de protegerlos. Los Estados están obligados a
ello, pero también lo están a
a
lgo más: existe una obligación de “efectividad” de estos derechos. Efectividad cuyo a
lcance variará en función de los momentos históricos y del desarrollo de las sociedades. Pero lo que resulta claro es que las personas seguimos siendo titulares de todos los derechos humanos, sociales incluidos, reconocidos en los diversos textos jurídicos.
Son, sin duda, los poderes públicos los que están obligados a
llevar a
cabo políticas de a
vance en los derechos sociales. Son estos poderes públicos los que han de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitando la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social (artículo 9.2 de la Constitución Española de 1978).
Esto significa que el Estado –todos los poderes públicos, nuestros A
yuntamientos, Diputaciones, Gobiernos A
utonómicos–, han de ser garantes del bienestar social de todas las personas. Más en este momento histórico, en el que el proceso de globalización planetaria nos lleva a
a
centuar la crisis social y a
quebrar a
ún más si cabe el respeto a
los derechos más básicos de las personas, a
crecentando la división entre los poseedores y losdesposeídos, también en nuestra sociedad.
Y deberíamos preguntarnos: ¿Pero es que los Estados no pueden hacer más? ¿Es legítimo que los Estados se excusen a
nte la a
legada falta de recursos para rebajar o no desarrollar los derechos sociales? ¿Seguimos estando en democracia? ¿Sigue este siendo un a
uténtico Estado social?
Se a
tribuye a
Nelson Mandela la siguiente reflexión a
cerca de la democracia, expresada en 1998: “Si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, a
unque los ciudadanos voten y tengan Parlamento”. Ciertamente, los derechos sociales son la esencia y la finalidad de un Estado democrático.
En efecto, una lectura integral de la Constitución y de otros textos fundamentales internacionales nos van a
revelar que el pluralismo político, la democracia política, las instituciones democráticas, etc.… no son sino medios instrumentales para el logro de las as
piraciones universales a
la consecución de los valores de libertad, justicia e igualdad. La democracia como forma de gobierno o de designación de los gobiernos no es sino un mero instrumento de decisión a
cerca de la cosa pública para hacer realidad a
quellas as
piraciones.
No se puede negar que los Estados precisen tiempo y medios para lograr la efectividad de los derechos sociales –efectividad que, por otra parte, nunca será plena, pues siempre se podrá as
pirar a
profundizar y a
vanzar más en ellos–. Pero es posible a
firmar también que es inadmisible que los Estados y sus gobiernos a
dmitan su incapacidad para a
vanzar en este terreno hasta lograr mínimos irrenunciables o, en su caso, mantener los logros a
nteriores.
Las cifras revelan, hoy, que estamos lejos de una situación de efectividad, siquiera relativa, de los derechos sociales. El estudio “Exclusión y desarrollo social 2012”, elaborado por la Fundación FOESSA, indica que en España se está produciendo la siguiente situación: hay hoy más de 11,5 millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión social, cifra en claro a
vance desde el comienzo de la crisis de 2008; un a
lto porcentaje de hogares están por debajo del umbral de la pobreza, concretamente el 22%, y ha sido el país europeo en el que más a
umentó la pobreza; un 25% de los hogares está en situación de riesgo; un tercio de los hogares tiene dificultades para llegar a
fin de mes.
En Euskadi a
umentan también de manera importante las bolsas de pobreza y hay ya 2.000 familias sin ingresos de ningún tipo, ni siquiera de a
yudas públicas.
Por otra parte, estas cifras no son sino el resultado de lo que está ocurriendo en el mundo del mercado de trabajo. Los estremecedores datos son brindados por el propio Real Decreto Ley 3/2012 –la norma que ha decidido la última reforma laboral–: un paro de 5.273.600 personas; una tasa de desempleo del 22,85% –el 50% en la juventud de menos de 25 a
ños–; una a
lta tasa de desempleo de larga duración; a
ltísima tasa de temporalidad, del 25%, en tanto que la temporalidad media en la UE es del 14%.
En relación a
las situaciones de pobreza, se a
doptó por el Consejo de Europa, en 1984, una definición de pobreza, en el sentido siguiente: “se entiende por personas pobres las familias y grupos de personas cuyos recursos materiales, culturales y sociales son tan escasos que se ven excluidos de las formas de vida mínimamente a
ceptables en el Estado miembro en el que viven”. Es una definición realista y de a
lto contenido sociológico, por cuanto que no se refiere solo a
personas, sino también a
familias y grupos de personas y, a
unque es menos objetiva para la cuantificación, pone el a
cento en formas más extremas de pobreza. Pues bien, a
este terreno de pobreza y de exclusión han llegado ya demasiadas personas y familias en nuestro entorno más cercano.
Otros terribles efectos de esta situación son ya a
preciables directamente por la ciudadanía: un descenso importante en la formación de nuevos hogares y de desarrollo personal de la juventud, que se mantiene o regresa a
l hogar familiar, a
consecuencia de la falta de empleo y de los cada vez más bajos salarios.
Se constata, pues, que los fines del reconocimiento de los derechos sociales –la igualdad, la libertad y la justicia social– están quebrando cada día. Los datos expuestos muestran una realidad social en la que se está produciendo un constante a
umento de la desigualdad entre la ciudadanía –entre personas ricas y pobres, entre mayores y jóvenes, entre nacionales y extranjeras–, sin que sea previsible que esta tendencia se frene sino, más bien, lo contrario.
Es claro que la rebaja en los niveles de bienestar o, por decirlo en los términos reales, el a
umento de la pobreza, está en directa relación con las decisiones estatales de a
juste económico. La ciudadanía puede perder su empleo, puede no encontrar otro, pero lo que provoca su pobreza en los términos a
ntedichos es la falta de a
ctuación positiva y eficaz del Estado para subvenir a
esa situación de necesidad.
Decisiones estatales de a
juste o a
usteridad que provocan, directamente, un descenso en las políticas públicas en derechos sociales, a
demás de un empobrecimiento progresivo de nuestra sociedad, en todos los terrenos.
Es imprescindible un a
cuerdo global institucional de todos los poderes públicos en a
ras de la creación de empleo: empleo público y de calidad, en á
reas de servicios y a
tención sociales, para reforzar la efectividad de los derechos de todas las personas y para lograr el a
cceso de la ciudadanía a
un trabajo digno.
Hay que exigir de los poderes públicos una decidida intervención en este terreno, priorizando el gasto público de modo que el bienestar de todas las personas, su dignidad y la plenitud de todos los derechos humanos sean una realidad.
Es posible hoy; debemos exigirlo con rotundidad.