Naturalmente, este contractualismo igualitario y la concepción del constitucionalismo y de los derechos a
él vinculados encontraron férreas resistencias. El ciclo democrático a
bierto con la proclamación de la república fue bruscamente interrumpido por el golpe de Estado de julio de 1794 –el mes de Termidor según el calendario republicano– que vino a
imponer una nueva manera de entender la Constitución y los derechos.
La Constitución de 1795, en efecto, procuró a
lejarse de su a
ntecesora en as
pectos institucionales y económicos esenciales. Laminó los derechos de participación popular y reforzó el papel de la burguesía y de sus a
liados a
ristocráticos, reintroduciendo el sufragio censitario. As
imismo, se preocupó en blindar el derecho de propiedad privada y en bloquear, consecuentemente, cualquier reivindicación de derechos sociales que pudiera a
lterar el orden existente.
Esta nueva concepción elitista de la Constitución y de los derechos humanos fue defendida de manera encendida por termidrorianos célebres como Boissy d’Anlgas28 o Lanjuinais29. Para ellos, el constitucionalismo democrático había supuesto una a
mpliación excesiva, desproporcionada, de los derechos políticos y sociales de las capas populares, esto es, de los a
rtesanos, trabajadores y pobres urbanos y rurales que integraban el llamado “cuarto Estado”. Esta a
mpliación de los derechos había tornado ingobernable la vida política y económica. De lo que se trataba, por tanto, era de limitar la influencia de estos estratos populares. Y la Constitución podía ser un instrumento para ello.
Algunas voces lúcidas se levantaron contra el constitucionalismo termidoriano. Una de las más destacadas fue la de Thomas Paine, el célebre a
utor de Derechos del Hombre, uno de los primeros ensayos modernos sobre derechos humanos. A
migo de Jefferson y de Condorcet, Paine había sido encarcelado por los jacobinos. A
la caída de estos, se reincorporó a
la vida política y llegó a
ser elegido miembro de la Convención que elaboró la Constitución de 1795. Sin embargo, pronto a
dvirtió el sesgo a
ntidemocrático del nuevo escenario y mantuvo una posición de franca oposición. Criticó con severidad la restricción de libertades civiles y políticas y el espíritu patrimonialista de muchos de sus miembros. Dos a
ños más tarde, en 1797, escribió incluso un opúsculo, Justicia A
graria, en el que defendió la necesidad de introducir como derecho social universal un ingreso incondicional derivado de los beneficios generados por los usos privados de los recursos naturales.
No fue, empero, la posición de Paine la que marcó el constitucionalismo y la comprensión de los derechos tras las primeras décadas del siglo XIX. Por el contrario, lo que a
cabó por imponerse, con diferentes énfasis, fue un constitucionalismo liberal doctrinario que pretendía ser una a
lternativa tanto a
l a
bsolutismo monárquico (y religioso) como a
los movimientos democráticos populares que crecían en toda Europa.
La concepción liberal se situaba en las a
ntípodas del contractualismo democrático. En realidad, partía de un individualismo tan radical como a
bstracto. Presuponía la existencia de individuos iguales y libres, que no mantenían lazos as
ociativos entre sí y que se limitaban a
intercambiar sus bienes en el mercado, incluida su fuerza de trabajo. Esta centralidad del sujeto individual era fundamental, ya que presuponía la a
usencia de estamentos, de as
ociaciones o fundaciones y la negación, por consiguiente, de todo contrato social o colectivo. El sujeto en torno a
l cual se estructuraba el constitucionalismo liberal doctrinario era un sujeto unitario –ni noble ni plebeyo, ni campesino ni mercader, ni rico ni pobre– y que básicamente se expresaba a
través de la propiedad privada y del contrato individual.
El derecho a
bsoluto de propiedad privada, tal como se concebía en el Code Napoleon de 1804, y la libertad de contratación, fundamental en la consideración del trabajo dependiente y a
utónomo como una simple locación de obra, a
parecían como los pilares de esta concepción jurídica liberal. En ella, la función de los propios poderes públicos a
parecía claramente delimitada: garantizar el cumplimiento de los contratos y orientar el a
parato coactivo a
la defensa del orden público y a
la preservación de la esfera privada patrimonial libre de toda injerencia.
Esta concepción del constitucionalismo y de los derechos se as
entaba, como se ha a
puntado ya, en el rechazo a
cualquier as
piración colectiva que pueda desafiar de manera radical unas jerarquías económicas y políticas que, si bien resultaban innegables en el plano material, son negadas en términos formales. E implicaba, por lo tanto, una renuncia a
bierta a
la fraternidad o a
la solidaridad entendidas como llamado a
la a
rticulación de las clases domésticas contra dichas jerarquías.
El principio de solidaridad, de hecho, estaba a
usente del constitucionalismo liberal doctrinario, precisamente porque su fundamento implícito era el opuesto: la insolidaridad y el rechazo a
cualquier a
rticulación colectiva del demos que pudiera poner en riesgo el orden existente30. El a
rgumento de la tiranía de las mayorías que podían poner en riesgo la distribución de la propiedad fue un rasgo central del liberalismo doctrinario, y estuvo presente en inteligentes representantes de esta sensibilidad, como Benjamin Constant o A
lexis de Toqueville31. Con el crecimiento y la organización de las clases obreras y populares, esta a
uténtica demofobia se tradujo en el despliegue de una severa política punitiva contra los grupos sociales considerados “peligrosos”. Esta política a
ntigarantista, situada en las a
ntípodas de las ideas heredadas de humanistas como el marqués de Beccaria, no solo supuso la represión a
bierta de libertades civiles y políticas. También incluía la pena de muerte para los criminales graves –los as
esinos– y para los disidentes considerados enemigos –como ocurrió en la Comuna de París–32. Para el resto de población social o políticamente molesta se recurriría a
otras formas de control y disciplinamiento: el encierro en prisiones, los juicios interminables, la expansión de la prisión preventiva o provisional, e incluso la deportación.
Esta concepción desigualitaria, desde luego, no tuvo sus efectos en el á
mbito interno. El a
utoritarismo interior del liberalismo victoriano tuvo su correlato exterior en un colonialismo y un racismo crecientes. Y operó, de hecho, en el marco de un capitalismo mundializado y financiarizado –el de la belle époque– no muy diferente a
l a
ctual, que estimulaba la resolución de los conflictos geoestratégicos mediante la a
propiación manu militari de mercados y recursos naturales.
28 “Debemos ser gobernados –diría Boissy d’Anglas– por los mejores: los mejores son los más instruidos, los más interesados en el mantenimiento de las leyes. A
hora bien, con muy pocas excepciones, no encontraréis hombres de ese tipo más que entre a
quellos que, teniendo una propiedad, están a
pegados a
l país en que se encuentran, a
las leyes que las protegen, a
la tranquilidad que las conserva […] El hombre sin propiedades, por el contrario, necesita un constante esfuerzo de virtud para interesarse por un orden que le conserva para nada y para oponerse a
los movimientos que le ofrecen a
lguna esperanza [Por eso, concluía:] un país gobernado por los propietarios está dentro del orden social; un país en el que gobiernan los no propietarios está en estado salvaje”. Cit. por A
lbert Soboul, La revolución francesa, Orbis, Barcelona, 1981, pp. 114-115.
29 Lanjuinais a
dvirtió con razón la incompatibilidad que suponía restringir los derechos políticos y sociales y mantener, a
l mismo tiempo, el principio de igualdad. Justificando la supresión del a
rt. 1 de la Declaración de 1789, sostendría: “Si decís que todos los hombres son iguales en sus derechos incitáis a
la rebelión contra la Constitución de a
quellos a
quienes habéis rechazado o suspendido el ejercicio de los derechos de ciudadanía en pro de la seguridad de todos”.
30 Ya en 1791, en un debate en la As
amblea Nacional Constituyente, Isaac Le Chapelier justificó sin tapujos su oposición a
los clubes y a
grupaciones populares surgidos a
l calor de la revolución: “Vamos a
hablaros de esas sociedades que el entusiasmo por la libertad ha formado […] Como todas las instituciones espontáneas que los motivos más puros concurren a
formar, y que bien pronto se desvían de su fin […] estas sociedades populares han tomado una especie de existencia política que no deben tener. Mientras duró la Revolución, ese orden de cosas fue casi siempre más útil que perjudicial […] Pero a
hora que la Revolución ha terminado... hace falta para la salud de esta Constitución que todo vuelva a
l orden más perfecto […] Destruidlas y habréis eliminado el freno más potente a
la corrupción”.
31 “La revolución francesa, que a
bolió los privilegios y destruyó todos los derechos exclusivos –constató de manera premonitoria Tocqueville en sus Recuerdos de la Revolución de 1848– ha permitido que subsista uno, y de modo ubicuo: el de la propiedad […] Hoy, que el derecho de propiedad no parece sino como el último resto de un mundo a
ristocrático destruido […] Muy pronto, la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen; el gran campo de batalla será la propiedad, y las principales cuestiones de la política discurrirán sobre las modificaciones más o menos profundas que habrá de sufrir el derecho de propiedad”. Vid., Recuerdos de la Revolución de 1848, Trotta, Madrid, 1994, p. 35.
32 A
lphonse Thiers, responsable de la represión de la Comuna parisina de 1871 había exteriorizado su demofobia sin sonrojo a
lguno, en más de una ocasión. “Las sociedades de todas las épocas –dijo por ejemplo– han reposado sobre tres principios: propiedad, libertad, competencia. Gracias a
ellos las clases laboriosas no cesan de ganar más y de gastar menos. Todo lo que se ha ideado para reemplazar estos viejos principios sociales es el comunismo, es decir, la sociedad perezosa y esclava; la as
ociación, es decir, la a
narquía en la industria; la reciprocidad, es decir, el maximum (los precios máximos) y el as
ignado (una suerte de bono público); y en fin, el derecho a
l trabajo, es decir, un salario a
los obreros ociosos que se a
montonan en las grandes sociedades”. Vid. G. Pisarello, Un Largo Termidor, Trotta, Madrid, 2011, p. 101.