La insoportable brevedad de los derechos sociales
GARBIÑE BIURRUN
Presidenta de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco y profesora de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Universidad del País Vasco, EHU-UPV
1.- LOS PRIMEROS DERECHOS RECONOCIDOS A LAS PERSONAS. EL LIBERALISMO, EL CAPITALISMO Y SUS CONSECUENCIAS: EL DRAMA HUMANO
La primera gran declaración de derechos de las personas se plasmó en la conocida como Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (dos años más tarde, Olimpia de Gouges presentó la Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana, lo que, junto a su posición de girondina, le costaría la vida). Los derechos reconocidos entonces a las personas ciudadanas (hombres todavía) fueron, básicamente, los siguientes: derecho a la libertad (muy ampliamente considerada y en muchos terrenos), igualdad, propiedad, seguridad, resistencia a la opresión, presunción de inocencia, libertad de pensamiento y expresión, seguridad pública, derecho a participar en la contribución pública y a pedir cuentas de su administración.
Esta Declaración de Derechos fue el resultado de la revolución burguesa de 1789 y de su principal efecto político, de incorporación a la historia de las ideas políticas y del desarrollo de la sociedad de dos fundamentales bases: el liberalismo, como concepción integral de las relaciones interpersonales, económicas y sociales; el capitalismo, como sistema de producción nuevo frente al rígido sistema mercantilista anterior.
El liberalismo, base de la nueva sociedad burguesa que surge de la revolución de 1789, es una doctrina unitaria e integral, conectada con la noción de libertad individual, que rechaza cualquier privilegio que pueda concederse a cualquier persona o clase social, que supone el triunfo de valores nuevos: un sistema de libertades formales, el racionalismo, el constitucionalismo, la secularización o laicización de las relaciones personales y sociales.
Este liberalismo penetra en todos los ámbitos de la vida y se plasma en los siguientes terrenos: un liberalismo político, según el cual se rechaza cualquier instancia intermedia entre la persona y el Estado soberano, se proclama la democracia política y la división de poderes, el parlamentarismo y el republicanismo ; un liberalismo económico, que proclama la abstención del Estado en la actividad económica que, a su vez, se entiende regida por leyes específicas al margen de la voluntad de las personas y sobre las que no se puede actuar, como la ley de la oferta y la demanda, que se adopta como regla de oro del mercado libre; un liberalismo jurídico, que consagró el dogma de la autonomía de la voluntad, según el cual las partes de un contrato y, también las de un contrato de prestación de servicios asalariados, tenían la facultad de establecer los pactos que tuvieran por convenientes, sin intervención del Estado en su regulación.
Conviene reseñar la incidencia de los elementos del liberalismo jurídico y económico –la absoluta falta de intervención del Estado– en la producción de un terrible resultado social. En efecto, imperaban la plena libertad de mercado y la libertad y la igualdad de las partes que contrataban, pero su resultado no fue sino la negación práctica de esas ideas de igualdad, pues las leyes del mercado eran más fuertes y gobernaban el negocio jurídico en que consistía el intercambio de trabajo por salario, intercambio que estaba sometido al albur de la ley económica de la oferta y la demanda y que, en consecuencia, generó terribles consecuencias de condiciones de trabajo a la baja, dada la amplia oferta de mano de obra existente.
Así, la igualdad formal de las partes que contrataban trabajo por salario no era en modo alguno una igualdad real, sino que lo que regía era la voluntad absoluta del empresario en la determinación de las condiciones de trabajo sin que el Estado interviniera en este terreno, dados los postulados liberales imperantes.
El resultado de esta situación de industrialización capitalista y de régimen jurídico de libertades formales fue el terrible estado en las condiciones de trabajo y de vida de las personas trabajadoras. Surgió, así, la llamada CUESTIÓN SOCIAL, como pretensión de superación de esta situación.
2.- LA REACCIÓN. LA CUESTIÓN SOCIAL: EL MOVIMIENTO OBRERO Y LA INTERVENCIÓN DEL ESTADO
Cuestión Social cuyos dos pilares básicos fueron los que luego se transformarían en trascendentales procesos históricos: de un lado, la organización del proletariado industrial para su autotutela colectiva en el llamado “movimiento obrero”; de otro lado, la imprescindible intervención del Estado a través de una legislación protectora del trabajo asalariado, la llamada “legislación obrera”.
El movimiento obrero surgió como tal movimiento organizado en el momento en el que la clase obrera existente tomó auténtica conciencia de clase y la convicción de que era posible luchar de modo directo contra el sistema mediante una resistencia consciente, a través de la constitución de organizaciones de clase, que luego derivaría en el sindicalismo y en los partidos obreros.
La intervención del Estado comienza a producirse, paradójicamente, en el momento de mayor auge de los postulados del liberalismo político. La primera legislación obrera –en España la Ley Benot de 1873– responde a una concepción meramente defensiva del Estado liberal, que puede explicarse así: el capitalismo se siente amenazado por la reacción del movimiento obrero ante las condiciones de miseria extrema y explotación y decide ceder a tiempo en lo menos –en las condiciones de vida y de trabajo del proletariado– para poder conservar lo más –el propio sistema de producción mediante el trabajo asalariado por cuenta ajena–.
Pero esta primera intervención del Estado en la regulación de las condiciones de trabajo del proletariado supondría, a la postre, un cierta transformación efectiva de los rígidos postulados iniciales del Estado liberal y la apertura hacia la consolidación de un nuevo sistema normativo y el posterior asentamiento histórico del Estado social de derecho.
3.- LOS DERECHOS SOCIALES. LOS TEXTOS INTERNACIONALES. LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DE ESTOS DERECHOS
Las Constituciones que se aprobaron en el Siglo XIX proclamaron solamente algunos derechos del hombre –no de la mujer– en su consideración de individuo frente al Estado y sus organizaciones –la libertad individual, la propiedad privada, la libertad de industria, de comercio y de trabajo…–.
El primer cuarto del Siglo XX trajo consigo la afirmación del Estado social de derecho, abriéndose un trascendental proceso de constitucionalización de algunos de los derechos sociales de la persona, comenzando por la Constitución mexicana de Querétaro en 1917 y continuando por la alemana de Weimar de 1919.
La experiencia de la Primera Gran Guerra fue determinante. A su finalización, el Tratado de Versalles recogió la constitución de la Sociedad de Naciones, en el seno de la cual surgió la Organización Internacional del Trabajo (OIT), al constatar los Estados que unas condiciones laborales dignas eran fundamento de la paz en el mundo.
Por vez primera, la Constitución de Weimar, modelo de las Constituciones occidentales de la época, proclamó el trabajo como factor esencial de la vida económica y política y atribuyó al Estado obligaciones de protección especial de la mano de obra, reconoció la libertad de asociación profesional, el impulso de políticas de seguros sociales, la participación de los trabajadores en la administración de las empresas, el propio derecho al trabajo y al descanso, la protección de la familia y el derecho a la educación.
En el Estado español, esta constitucionalización de derechos sociales y laborales se produjo por vez primera en la Constitución Republicana de 1931, que definió al Estado como una “República democrática de trabajadores de toda clase”. Esta Constitución proclamó derechos de asociación general y sindical, a una existencia digna mediante la regulación de seguros de enfermedad, vejez, paro forzoso, accidente invalidez y muerte, se protege el trabajo de mujeres y jóvenes, la maternidad, la jornada de trabajo y el salario mínimo y familiar, las vacaciones anuales remuneradas, la participación de los obreros en la educación, en la administración y en los beneficios de las empresas, además de proteger especialmente al campesinado. El avance en los derechos sociales fue realmente impresionante –notablemente en el terreno de la educación–, pese a enfrentarse también a las consecuencias de la crisis económica del año 1929.
Tras la Segunda Guerra Mundial se produjo un avance sustancial en el reconocimiento y constitucionalización de los derechos sociales y económicos. Los mismos se han recogido en textos supranacionales: la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de Naciones Unidas de 1948, el Convenio Europeo de los Derechos del Hombre de 1950, los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas de 1966, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea de 2000, la Carta Social Europea de 1989, modificada en 1996, la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes de 2007 y, junto a ellos, todo el proceso de internacionalización de la legislación sobre el trabajo que ha llevado a cabo la OIT.
Finalmente, en lo que al Estado español se refiere, la Constitución de 1978 declara que España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, y propugna los valores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Se reconocen derechos laborales, como los de libertad sindical, conflicto y huelga, autonomía colectiva, al trabajo, a un salario suficiente y a la igualdad salarial. Se reconocen también derechos sociales, como el derecho a la educación, a un régimen público de Seguridad Social, a la salud, al acceso a la cultura, a un medio ambiente adecuado, a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, a pensiones adecuadas y suficientes en la tercera edad y a un sistema de servicios sociales para estas personas.
Pero también se reconocen otros derechos trascendentales: la participación ciudadana en la gestión de la cosa pública, directamente o mediante representantes; la participación de la juventud en la vida cultural, económica y social.
4.- EL DESARROLLO DE LOS DERECHOS SOCIALES
Los avances en el desarrollo del Estado social y democrático de derecho se produjeron en Europa occidental notablemente desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de la década de 1970. En aquel momento se vieron logros como el pleno empleo, una menor diferencia de rentas entre capital y trabajo, una reducción significativa del tiempo de trabajo, la consolidación de Sistemas de Seguridad Social y la puesta en marcha de otras políticas de contenido social –acceso a derechos tales como la vivienda, la educación, la sanidad…–.
Sobre todos estos derechos un punto de partida: era el Estado el que regulaba los mínimos inderogables en cada una de estas ár
eas.
Los Derechos Sociales reconocidos en las Constituciones y en los Textos internacionales antes citados tuvieron una plasmación y un desarrollo relevantes y permitieron una mejor realización del principio de igualdad también reconocido en aquellos textos.
Ahora bien, aquel desarrollo se interrumpió a finales de la década de 1970, tras la crisis de 1973. Cierto es que luego volvió a resurgir, a golpes, en períodos intercrisis, pero siempre marcados por su carácter efímero y, sobre todo, sometido o condicionado a la situación económica y siempre impulsados desde el esfuerzo de entendimiento internacional, ante las grandes situaciones de necesidad observadas.
5.- LA CRISIS DE LOS DERECHOS SOCIALES. EL INICIO SIN FINAL
La crisis de la década de 1970 provocó consecuencias importantes en el posterior desarrollo de los derechos sociales. Las políticas de seguridad en el empleo entraron en crisis, se produjo un progresivo deterioro del mercado de trabajo, un ascenso de los niveles de desempleo y, lo que es más relevante, un cambio de filosofía y las medidas de protección del empleo se comienzan a percibir como un obstáculo para la creación de empleo y como un freno al mantenimiento de los puestos de trabajo existentes. Su consecuencia es que los mecanismos jurídicos protectores del empleo empiezan a ser revisados y se empiezan a introducir acciones diversas, unidas bajo la ya conocida fórmula de la “flexibilidad”, que afectaría tanto a la organización del trabajo como a la gestión de los contratos de trabajo –espacio jurídico a las empresas de trabajo temporal, facilitación de la contratación temporal, nuevas modalidades de contratación con condiciones de trabajo inferiores, menores exigencias para reducir plantillas y para la movilidad funcional o geográfica…–. Y también afectaba al punto de partida: se comenzaron a deslegalizar derechos y a remitirlos a la autonomía de la voluntad –colectiva o individual– pero renunciando, en algunos terrenos, a fijar mínimos inderogables.
Esta realidad llegó a España algo más tarde, ciertamente, tras la recuperación de las libertades propias de una democracia, en la Constitución de 1978. Pero, precisamente por esta peculiar evolución histórica, en la década de 1980 en España hubo sin duda un importante avance en el desarrollo de los derechos sociales. No en vano partíamos prácticamente de la nada. Se produjo, así, la universalización de derechos garantizados por el Sistema de Seguridad Social y otros derechos sociales, como la educación, y más adelante, la sanidad y la atención a las personas más desfavorecidas a través del sistema de pensiones no contributivas.
Pero las consecuencias de las diversas crisis, con ser más tardías al inicio, han sido verdaderamente intensas. Las vías de solución dadas por el sistema se canalizaron ya en la década de 1980 a través de reformas de la legislación laboral y puede afirmarse que en los últimos treinta años asistimos a una “reforma laboral permanente”: cada crisis económica y/o financiera ha sido seguida de una clara “flexibilización” de las relaciones de trabajo y se ha tratado de lograr que el llamado mercado de trabajo se adapte a las necesidades del sistema económico/productivo/financiero. La razón de ser del Derecho del Trabajo ha cambiado en cierta manera: no se trata ya de garantizar el desarrollo libre y digno de las personas, sino de facilitar la salida a las crisis económicas, producidas por la ambición y el mal hacer de los mercados financieros, convirtiéndose en instrumentos para lo que también se ha venido en llamar “colonización economicista” del Derecho del Trabajo.
6.- UN REPASO SOMERO A LA REALIDAD ACTUAL
Las últimas reformas operadas en el Estado español como respuesta a la crisis económica se han producido, en su mayor parte, en el terreno de los derechos sociales –derechos laborales incluidos–. El Estatuto de los Trabajadores ha sufrido ya, desde su aprobación en el año 1980, cincuenta y tres reformas, de las cuales prácticamente todas han sido decisiones regresivas sobre derechos previamente declarados. Las últimas reformas laborales, y también otras anteriores, han ido en la línea de una progresiva descausalización de los despidos por causas empresariales mediante una clara difuminación de dichas causas –hacia el despido libre cada vez menos indemnizado–, la limitación del control judicial de los mismos, la generalización de la declaración de improcedencia –esto es, el reconocimiento de la no adecuación a Derecho de ese despido– y el abaratamiento de la extinción del contrato de trabajo. Dicho brevemente, todas estas medidas suponen una clara disminución del contenido del derecho constitucional al trabajo que proclama el ar
tículo 35 de la Constitución. En cada una de estas reformas se ha expresado que la legislación laboral podía servir en la lucha contra el desempleo y podía combatir también la(s) crisis económica(s).
No son las del llamado mercado laboral las únicas reformas afectantes a derechos sociales. Estamos asistiendo a importantes reformas –recortes– en derechos tan sustanciales como las prestaciones de Seguridad Social, incluida la sanidad, y la educación. Derechos sociales como la garantía de una renta mínima para toda la ciudadanía, la sanidad y la educación universales han sido realidades cuyo futuro queda hoy al albur de la situación económica general y no de las necesidades de las personas y, al socaire de la crisis económica, están siendo recortados, principalmente para las personas más desfavorecidas (inmigrantes a quienes se exigen imposibles requisitos para el acceso a algunas de estas básicas prestaciones). Además, algunos derechos sociales, como la protección de la salud se ven amenazados de manera muy clara y singular para las personas en situación de residencia irregular en el Estado, cuya ya precaria situación amenaza con afectar, desde luego, a su integridad física, a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.
Hemos asistido también recientemente a importantes modificaciones –reducciones– del sistema de acceso a pensiones de la Seguridad Social para quienes vayan accediendo a la jubilación en el futuro, si bien esta modificación ha sido pactada por las fuerzas sindicales y políticas en el marco del conocido como Pacto de Toledo.
Por otra parte, estamos olvidando que seguimos siendo titulares de otros derechos, como el derecho a disfrutar de una vivienda digna –artículo 47 de la Constitución–, derecho que no ha sido nunca exigible ni pleno y en el que hoy ni siquiera hay reformas expresas a la baja, sino que se está dejando morir este derecho por inanición dada la inactividad pública y bajo las garras de las entidades bancarias que no dudan en desahuciar a quienes no pueden hacer frente a unas deudas hipotecarias contraídas en circunstancias más que peculiares.
Pero, sobre todo, asistimos a una degradación del futuro, del futuro como derecho de todas las personas y, especialmente, de la juventud, cuya participación libre y eficaz en el desarrollo político, social, económico y cultural, reconocida en el ar
tículo 48 de la Constitución, es hoy, una mera quimera.
7.- LA RESPONSABILIDAD EN RELACIÓN A LOS DERECHOS SOCIALES: SU EFECTIVIDAD
Los Pactos Internacionales y las Constituciones estatales dejan claro que son los Estados los responsables primeros de hacer realidad todos los derechos humanos y, desde luego, también los derechos sociales.
La historia reciente antes relatada deja bien a las claras que solo la decidida intervención de los Estados ha sido capaz de poner orden en el caos liberal y garantizar derechos básicos a todas las personas, derechos negados y pisoteados por el libre mercado –mercado de trabajo, mercado del aseguramiento, mercado de la salud, mercado de la vivienda…–, que engorda comiéndose tales derechos.
Esta tarea de hacer realidad los derechos sociales excede, desde luego, de la mera obligación de respetar esos derechos, abstenerse de vulnerarlos y del deber de protegerlos. Los Estados están obligados a ello, pero también lo están a algo más: existe una obligación de “efectividad” de estos derechos. Efectividad cuyo alcance variará en función de los momentos históricos y del desarrollo de las sociedades. Pero lo que resulta claro es que las personas seguimos siendo titulares de todos los derechos humanos, sociales incluidos, reconocidos en los diversos textos jurídicos.
Son, sin duda, los poderes públicos los que están obligados a llevar a cabo políticas de avance en los derechos sociales. Son estos poderes públicos los que han de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitando la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social (artículo 9.2 de la Constitución Española de 1978).
Esto significa que el Estado –todos los poderes públicos, nuestros Ayuntamientos, Diputaciones, Gobiernos Autonómicos–, han de ser garantes del bienestar social de todas las personas. Más en este momento histórico, en el que el proceso de globalización planetaria nos lleva a acentuar la crisis social y a quebrar aún más si cabe el respeto a los derechos más básicos de las personas, acrecentando la división entre los poseedores y losdesposeídos, también en nuestra sociedad.
Y deberíamos preguntarnos: ¿Pero es que los Estados no pueden hacer más? ¿Es legítimo que los Estados se excusen ante la alegada falta de recursos para rebajar o no desarrollar los derechos sociales? ¿Seguimos estando en democracia? ¿Sigue este siendo un auténtico Estado social?
Se atribuye a Nelson Mandela la siguiente reflexión acerca de la democracia, expresada en 1998: “Si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento”. Ciertamente, los derechos sociales son la esencia y la finalidad de un Estado democrático.
En efecto, una lectura integral de la Constitución y de otros textos fundamentales internacionales nos van a revelar que el pluralismo político, la democracia política, las instituciones democráticas, etc.… no son sino medios instrumentales para el logro de las aspiraciones universales a la consecución de los valores de libertad, justicia e igualdad. La democracia como forma de gobierno o de designación de los gobiernos no es sino un mero instrumento de decisión acerca de la cosa pública para hacer realidad aquellas aspiraciones.
No se puede negar que los Estados precisen tiempo y medios para lograr la efectividad de los derechos sociales –efectividad que, por otra parte, nunca será plena, pues siempre se podrá aspirar a profundizar y avanzar más en ellos–. Pero es posible afirmar también que es inadmisible que los Estados y sus gobiernos admitan su incapacidad para avanzar en este terreno hasta lograr mínimos irrenunciables o, en su caso, mantener los logros anteriores.
Las cifras revelan, hoy, que estamos lejos de una situación de efectividad, siquiera relativa, de los derechos sociales. El estudio “Exclusión y desarrollo social 2012”, elaborado por la Fundación FOESSA, indica que en España se está produciendo la siguiente situación: hay hoy más de 11,5 millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión social, cifra en claro avance desde el comienzo de la crisis de 2008; un alto porcentaje de hogares están por debajo del umbral de la pobreza, concretamente el 22%, y ha sido el país europeo en el que más aumentó la pobreza; un 25% de los hogares está en situación de riesgo; un tercio de los hogares tiene dificultades para llegar a fin de mes.
En Euskadi aumentan también de manera importante las bolsas de pobreza y hay ya 2.000 familias sin ingresos de ningún tipo, ni siquiera de ayudas públicas.
Por otra parte, estas cifras no son sino el resultado de lo que está ocurriendo en el mundo del mercado de trabajo. Los estremecedores datos son brindados por el propio Real Decreto Ley 3/2012 –la norma que ha decidido la última reforma laboral–: un paro de 5.273.600 personas; una tasa de desempleo del 22,85% –el 50% en la juventud de menos de 25 años–; una alta tasa de desempleo de larga duración; altísima tasa de temporalidad, del 25%, en tanto que la temporalidad media en la UE es del 14%.
En relación a las situaciones de pobreza, se adoptó por el Consejo de Europa, en 1984, una definición de pobreza, en el sentido siguiente: “se entiende por personas pobres las familias y grupos de personas cuyos recursos materiales, culturales y sociales son tan escasos que se ven excluidos de las formas de vida mínimamente aceptables en el Estado miembro en el que viven”. Es una definición realista y de alto contenido sociológico, por cuanto que no se refiere solo a personas, sino también a familias y grupos de personas y, aunque es menos objetiva para la cuantificación, pone el acento en formas más extremas de pobreza. Pues bien, a este terreno de pobreza y de exclusión han llegado ya demasiadas personas y familias en nuestro entorno más cercano.
Otros terribles efectos de esta situación son ya apreciables directamente por la ciudadanía: un descenso importante en la formación de nuevos hogares y de desarrollo personal de la juventud, que se mantiene o regresa al hogar familiar, a consecuencia de la falta de empleo y de los cada vez más bajos salarios.
Se constata, pues, que los fines del reconocimiento de los derechos sociales –la igualdad, la libertad y la justicia social– están quebrando cada día. Los datos expuestos muestran una realidad social en la que se está produciendo un constante aumento de la desigualdad entre la ciudadanía –entre personas ricas y pobres, entre mayores y jóvenes, entre nacionales y extranjeras–, sin que sea previsible que esta tendencia se frene sino, más bien, lo contrario.
Es claro que la rebaja en los niveles de bienestar o, por decirlo en los términos reales, el aumento de la pobreza, está en directa relación con las decisiones estatales de ajuste económico. La ciudadanía puede perder su empleo, puede no encontrar otro, pero lo que provoca su pobreza en los términos antedichos es la falta de actuación positiva y eficaz del Estado para subvenir a esa situación de necesidad.
Decisiones estatales de ajuste o austeridad que provocan, directamente, un descenso en las políticas públicas en derechos sociales, además de un empobrecimiento progresivo de nuestra sociedad, en todos los terrenos.
Es imprescindible un acuerdo global institucional de todos los poderes públicos en aras
de la creación de empleo: empleo público y de calidad, en ár
eas de servicios y atención sociales, para reforzar la efectividad de los derechos de todas las personas y para lograr el acceso de la ciudadanía a un trabajo digno.
Hay que exigir de los poderes públicos una decidida intervención en este terreno, priorizando el gasto público de modo que el bienestar de todas las personas, su dignidad y la plenitud de todos los derechos humanos sean una realidad.
Es posible hoy; debemos exigirlo con rotundidad.
8.- Y LA CIUDADANÍA, ¿QUÉ HACER?
Recordemos que el reconocimiento de los derechos sociales comenzó cuando la ciudadanía obrera de la segunda mitad del Siglo XIX no soportó más su situación de miseria y extrema necesidad, derivada de las terribles condiciones en las que ar
rendaban su mano de obra a los empresarios, en situación de carencia de cualquier protección ante las situaciones de necesidad que surgían por doquier –vejez, invalidez, viudedad, orfandad, desempleo…–. Así comenzó todo, cuando las personas que padecían esta situación –las más pobres, pero también las más numerosas– se rebelaron, adquirieron conciencia de clase, decidieron tomar el Estado y cambiar el estado de cosas.
Pudo haber ocurrido así, pero no lo quiso el capital y no lo quisieron los Estados que el capital sostenía. Ahora bien, tuvieron que dar respuesta a la apelación de la clase trabajadora que mostraba sin pudor su miseria y obligaba al Estado a tomar posición y al capital y al empresariado a dudar de su inmortalidad.
Entonces el capital decidió ceder en lo mínimo para conservar lo máximo: ceder derechos para mantener el estado de cosas, la relación de trabajo y de poder.
Hoy, los Estados pueden hacer oídos sordos a los derechos que retroceden y a la pobreza que avanza. Los Estados pueden optar por repetir que no hay medios, que los recursos son escasos y que los derechos no pueden ser los de antes –para otras personas, las de fuera, incluso se dirá que no pueden tener los mismos derechos–.
Es una opción de los Estados, pero es una opción ilegítima y, por tanto, no es la única opción. El capital no duda hoy, no ar
riesga en lo mínimo para conservar lo máximo; se siente seguro. Pero los gobiernos de los Estados debieran reflexionar. No se trata, de ninguna manera, de conservar un sistema económico-financiero; se trata de conservar o lograr derechos para las personas, que nos hagan mejores, más libres y más iguales a las mejores y a las más libres.
Los derechos sociales a los que nos hemos referido –derecho al trabajo en condiciones justas, a la salud, a la educación, a pensiones suficientes y dignas en la tercera edad, a una vivienda digna y adecuada…– son la meta. Es posible.
Los derechos sociales no son derechos de rango constitucionalmente inferior a otros. Estos derechos no son jurídicamente menos que los derechos “tradicionales” a la propiedad, a la libertad… Y, sin embargo, ¡qué diferencia en su desarrollo! La(s) crisis que rememoramos son, todas, crisis económico/financieras, y en ninguna de ellas se ha dudado siquiera en tocar el sacrosanto derecho individual a la propiedad privada, pese a que su titularidad respecto de los grandes bienes está, tantas veces, tan lejos de la mayor parte de la ciudadanía.
Derechos como el de disfrute de una vivienda digna y adecuada, que podrían satisfacerse priorizando este derecho frente al de propiedad –siempre subordinado a su función social, en la letra de la ley constitucional–, siguen estando relegados y, con ellos, la dignidad de la persona, la igualdad y la justicia social.
La ciudadanía desposeída tomará lo que es suyo, lo que son sus derechos humanos, lo que hace a cada persona digna y libre, organizadamente, frente a los Estados, si los Estados no garantizan a la ciudadanía lo que es suyo.
Entretanto, asistimos a situaciones inaceptables. Una juventud con un futuro más que difícil, en el que, por vez primera en la reciente historia, tendrán un nivel de bienestar inferior al de sus progenitores. Unas diferencias muy relevantes en el acceso a las prestaciones de jubilación para las generaciones que vienen –reformas y más reformas que van dificultando el acceso a esta pensión– y también en el acceso a otras prestaciones, incluida la sanidad básica para quienes no tienen residencia regular en el Estado.
Hemos de seguir exigiendo que los Poderes Públicos promuevan políticas a favor de la inclusión y la cohesión sociales, tan solo en cumplimiento de las previsiones del ar
tículo 9.2 de la Constitución Española de 1978: la inclusión de todas las personas y grupos; la cohesión entre personas, grupos y generaciones.
Por otra parte, ¿cómo es posible que, en tiempos de crisis económica los primeros derechos en caer, en ceder, en ser recortados, sean los derechos sociales? No son estos derechos constitucionalmente menos relevantes que otros derechos y, sin embargo, son los primeros en ser afectados y disminuidos, sin práctica afectación de derechos que se han sacralizado desde su inicial reconocimiento, como el derecho a la propiedad privada, cuya función social, anunciada por el ar
tículo 33 de la Constitución, hoy, en muchos casos, está lejos de ser cumplida.
Pero creo que también es necesario otro paso a dar por la ciudadanía libre, participando en la gestión de sus intereses y derechos: un pacto intergeneracional y solidario. Un pacto que permita alcanzar el futuro a las generaciones que llegan, sin aferrarse a derechos que no pueden quedar petrificados y cuyo “reparto” puede facilitar el desarrollo de todas las personas. Un pacto como el que ha posibilitado la reforma de las pensiones, según el cual se recorta objetivamente el acceso a la jubilación a quienes lo hagan en el futuro –retraso de la edad, nuevo cálculo de la pensión…–, con la finalidad de mantener el sistema y garantizar el bienestar de la ciudadanía de la tercera edad de hoy y de la de mañana.
Es la ciudadanía la que ha de ha de decidir cómo lograr el gran reto de hacer realidad todos los derechos humanos, derechos sociales incluidos. Profundizar en el acercamiento a la democracia directa a través de la utilización de medios de comunicación hoy posibles, mediante la participación consciente, responsable y participativa en la toma de decisiones, en ejercicio de otro derecho fundamental, cual el de la ciudadanía a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes –artículo 23 de la Constitución–. Debemos impulsar cauces participativos y asociativos y contar con los ya existentes, a fin de lograr este gran pacto que suponga el punto de inflexión en la gravísima situación actual.
El progreso social pasa por el desarrollo de los derechos sociales de todas las personas. Solo así será posible garantizar su dignidad y el libre desarrollo de su personalidad –fundamentos del orden político y de la paz social, según el ar
tículo 10.1 de la Constitución–. No promover las condiciones para ello supone colocar a la ciudadanía en riesgo manifiesto de exclusión social y a toda la sociedad en riesgo de regresión y de convulsión.