TERESA TORNS
Soziologian doktorea, Bartzelonako Unibertsitate Autonomoko irakaslea /
Doctora en Sociología, docente en la Universidad Autónoma de Barcelona
Introducción
Las políticas de tiempo surgen en las sociedades del bienestar, en la década de los 80 del siglo XX, gracias al impulso de un movimiento feminista que renace tras los movimientos sociales aparecidos doppo 1968. El trasfondo que las hace posibles gira en torno a las críticas que las mujeres escandinavas planteaban a las políticas del Estado del bienestar de la época. Sus primeras propuestas encuentran en la denominada “ley del tiempo” italiana de 1990 su primer y principal compendio. Con posterioridad, los primeros balances muestran la heterogeneidad de las propuestas, los escasos éxitos alcanzados, pero también algunos de sus logros, en concreto: la oportunidad de considerar nuevos escenarios como la ciudad o la vida cotidiana, más allá del mercado de trabajo y la familia; la posibilidad de contemplar el bienestar cotidiano como uno de los principales retos que tiene planteado el futuro Estado del bienestar y, por último y como consecuencia de lo anterior, la necesidad de revisar qué se entiende por derechos y deberes de la ciudadanía en un futuro donde el modelo social europeo, construido tras la Segunda Guerra Mundial, parece haber llegado a su fin.
No obstante, no son esas las únicas políticas de tiempo de las que merece la pena hablar, pues a pesar de que muy pocas voces son reconocidas como tales, las actuaciones en torno al tiempo de trabajo también son y deben ser consideradas políticas de tiempo, ya que si algún tiempo marca y fija las maneras de vivir y pensar en las sociedades contemporáneas ese es el tiempo de trabajo remunerado en su acepción de jornada laboral. En este caso, el escenario principal es el mercado de trabajo y el punto crucial de las actuaciones gira en torno a la flexibilización del horario laboral, léase desregulación y reordenación de la jornada laboral. La desregulación fragmenta y exacerba la disponibilidad horaria de la mayoría de la población asalariada en una sociedad terciarizada, donde la crisis de la ocupación industrial es un hecho mucho más antiguo que la crisis actual y donde la reordenación del horario laboral, aun en el mejor de los casos, rompe y acaba con la lógica de un horario de trabajo fijo y estable para la mayoría de una población ocupada, que ve como su ciclo de vida laboral se acorta mientras su ciclo de vida se alarga.
En la confluencia de ambas visiones de las políticas de tiempo cabe considerar las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar, actuaciones que, lejos de ser promovidas como políticas familiares, son fruto de las estrategias de empleo europeas de finales del siglo XX y tratan de solventar un problema de horarios que parece afectar únicamente a las mujeres. Este problema no es otro que el que analizaron las científicas sociales, promotoras de las políticas de tiempo, citadas en primer lugar, a saber: en las sociedades del bienestar solo los hombres cabezas de familia tienen reconocido y legitimado el derecho al empleo a tiempo completo o, lo que viene a ser lo mismo, con plena disponibilidad laboral. La situación se mantiene a pesar de que las mujeres se han incorporado al mercado de trabajo, mucho antes de lo que los especialistas en estos temas reconocen, y se ven abocadas a una vida cotidiana en la que les resulta difícil, cuando no imposible, atender la carga total de trabajo diario que tienen asignado, tal como repetidamente muestran las estadísticas oficiales que miden los usos sociales del tiempo. Tales datos muestran, con variabilidad según las políticas de bienestar y las tradiciones familiares de cada país, cómo ellas tienen menos horas ocupadas en el empleo que los hombres, pero más horas ocupadas en todo el trabajo diario y, lo que es de peor llevar, ellas deben afrontar los conflictos e inconvenientes que les supone procurar bienestar cotidiano a las personas de su familia, poniendo en riesgo su disponibilidad horaria y su propio bienestar. De ahí que algunas especialistas confiemos en las políticas de tiempo antes que en las de conciliación y contemplemos con una cierta desazón las llamadas a la corresponsabilidad, lo que no supone que no nos merezca la pena debatir y tratar extensamente estos temas.
Las políticas de tiempo en las sociedades del bienestar
La literatura especializada afirma que el tiempo es una dimensión social básica para analizar la relación entre el trabajo y el bienestar, siempre, claro está, que entendamos empleo como sinónimo de trabajo y que reduzcamos el bienestar a su acepción material. Tal relación, que acostumbra a permanecer más o menos oculta (Torns; Borràs; Moreno; Recio, 2006), nos es cada día más cercana debido, entre otras razones, a la crisis por la que atraviesan las sociedades del bienestar desde 2007 y a la necesidad de encontrar nuevas alternativas. Gracias a ello, aparecen cada vez con mayor frecuencia en la agenda pública propuestas para revisar, reorganizar o flexibilizar la jornada laboral, modificar los horarios comerciales de las ciudades, replantear los horarios escolares o supuestos similares, formulaciones que, en estos días, siempre se orientan a recuperar una pasada bonanza económica que, sin embargo, siempre amparó problemas en relación con el tiempo y más si también se apreciaba la idea de alcanzar el bienestar cotidiano para toda la población. Esta última mirada, más allá de los desajustes y desarreglos horarios, ha sido alentada, desde hace ya más de tres décadas, por las especialistas que analizaban todas estas cuestiones desde la denominada perspectiva de género o, más específicamente, desde una visión que desea comprender y revalorizar el quehacer de las mujeres adultas en su vida cotidiana. Esa perspectiva, desde los primeros momentos, trata de idear, bajo el paraguas de las políticas de tiempo, soluciones al malestar cotidiano que las mujeres adultas europeas sienten y sufren, en mayor o menor medida, ante las políticas del Estado del bienestar, políticas que han dado pie a un modelo social europeo donde no resulta banal recordar que la mayoría de la población y en particular las mujeres han conseguido vivir más años y con más privilegios, a pesar de la persistencia de las desigualdades sociales en general y de las desigualdades de género en particular. Las políticas de tiempo persiguen, desde sus comienzos, un objetivo prioritario: conseguir organizar unas sociedades más amigas de las mujeres, porque de ese modo serán sociedades más amigas de todo el mundo.
Como se ha comentado al inicio, las primeras ideas sobre estas políticas de tiempo proceden de especialistas escandinavas (Hernes, 1990) que tratan de dar respuesta al malestar que las mujeres sienten ante las limitaciones de las citadas políticas del bienestar. El eco de tales ideas alcanza a algunas sociólogas del sur de Europa, italianas de izquierdas de la década de los 80, de las que Laura Balbo (1987) es la principal representante. La denominada popularmente “ley del tiempo” italiana, formulada en 1990, es la culminación de las políticas de tiempo surgidas desde esa óptica. El acierto de aquella “ley del tiempo”, que se quedó en proyecto, estriba en haber sabido anticipar la importancia del tiempo y del trabajo necesarios para cuidar de la vida en las sociedades del bienestar y, en consecuencia, en haber planteado la necesidad de reducir la jornada laboral diaria para que toda la población ocupada, y no solo las mujeres, pueda atender la carga total de trabajo (trabajo pagado y no pagado), absolutamente necesaria para tener una vida cotidiana con bienestar. Aquel proyecto de ley propuso, asimismo, que el tiempo destinado al trabajo remunerado (la jornada laboral diaria) oscilara a lo largo del ciclo de vida de acuerdo con la variación de las necesidades de las personas durante los distintos tramos de ese ciclo. Por último, formuló propuestas para que el tiempo de la ciudad (único aspecto que sí llegó a ser ley) se convirtiera en el escenario idóneo para que la ciudadanía obtuviese los servicios de proximidad necesarios para mantener el bienestar cotidiano.
Aquel proyecto de ley acertó asimismo al poner de manifiesto la importancia ordenadora y reguladora del uso social del tiempo en las sociedades del bienestar (Norbert Elias, 1997), si bien no supo apreciar la fuerza y capacidad disciplinadoras que el tiempo de trabajo (remunerado) ha logrado imponer en las sociedades industriales, tal como Edward P. Thompson (1967) había reconocido, una imposición felizmente aceptada por la gran mayoría de esas sociedades de cuyo éxito derivan no solo los desaciertos de aquel proyecto de ley italiana, sino los fracasos de las actuaciones orientadas a reducir la jornada laboral diaria que se han dado en Europa en estas últimas décadas. Esos fracasos no dejan de mostrar un rasgo común: aquella primera reivindicación de reducir la jornada laboral de manera sincrónica y cotidiana solo es valorada positivamente por las mujeres adultas que tienen a su cargo el cuidado de los miembros de su familia, no solo cuando se convierten en dependientes, unas mujeres que, incluso en el mejor de los casos, viven atrapadas por el tiempo de una carga total de trabajo cotidiana que las obliga a hacer malabarismos con un tiempo del que casi todas han aprendido a pedir un rato para sí mismas.
El núcleo principal de aquellas primeras propuestas quería fijar, de manera nítida, el fuerte vínculo que se establece entre el tiempo, el trabajo y el bienestar en las sociedades europeas, con el fin de replantearlo. O, dicho de manera más cuidadosa, querían destacar la importancia que tiene el tiempo de trabajo de cuidados de la vida de las personas en este vínculo (Carrasco; Borderías; Torns, 2011). Para conseguirlo, mostraban la necesidad de considerar nuevos escenarios, como por ejemplo la ciudad y la vida cotidiana, para que los derechos y deberes de la ciudadanía se pudieran replantear sin tener que tomar en cuenta necesariamente las presencias y ausencias en el mercado de trabajo. Y hacían evidente la cuestión que, sin duda, es su punto central: reclamaban la creación de nuevos servicios capaces de hacer frente a las necesidades de cuidados de las personas en su vida cotidiana, unos servicios que solo las mujeres adultas obligadas a hacer compatible su actividad laboral con su trabajo doméstico y de cuidados parecían necesitar y que, años después, las especialistas británicas en políticas de bienestar no dudaban en reclamar como eje del lema de social care (Daly; Lewis, 2000), que aquí hemos traducido, de momento, como organización social del cuidado.
Como resulta fácil deducir, los presupuestos teóricos de aquellas políticas de tiempo defendían una idea de tiempo de trabajo capaz de mirar más allá de la jornada laboral y del empleo, y consideraban la existencia de otro tiempo y de otro trabajo, en concreto, aquel tiempo y aquel trabajo necesarios para llevar a cabo las tareas implicadas en el proceso de reproducción de la vida humana. Esta cuestión supuso el inicio del reconocimiento de la aportación de tiempo en el bienestar, especialmente en el bienestar cotidiano, y vio nacer la necesidad de replantear la organización social del tiempo vigente en las sociedades del bienestar contemporáneas, que gira en torno a la jornada de los que tienen empleo estable asegurado, hasta fecha reciente los cabezas de familia masculinos. Una organización social, al ser considerada como algo natural, invisibiliza su enorme capacidad para regular y establecer las normas sociales predominantes en la sociedad (Elias, 1997), normas que regulan los horarios y los usos sociales del tiempo en las ciudades, las empresas y la vida cotidiana de las personas.
La razón principal de ese poder regulador se hace patente en la hegemonía concedida al tiempo destinado a la producción de bienes y servicios en las sociedades del bienestar. Se pone de manifiesto a través de los valores que marcan las disponibilidades y prioridades de las personas a lo largo de su ciclo de vida, y culmina gracias al olvido o la desconsideración que merecen, en esas sociedades, el tiempo y el trabajo que obligadamente se deben destinar a la satisfacción de las tareas cotidianas de los cuidados de las personas. Dichas tareas y tiempos, a pesar de los discursos y la legislación existentes a favor de la igualdad o de la familia, constriñen la vida y el bienestar cotidiano de la mayoría de las mujeres adultas, tanto de aquellas que las llevan a cabo como de las que solo piensan en cómo organizarlas. Se sienten únicas responsables tanto del tiempo como de las tareas, aunque no solo a ellas les afecte, en una sociedad que otorga un escaso valor a ese tiempo y a esos cometidos, de los que ellas mismas niegan su importancia. Son factores que pueden rastrearse bajo las dificultades con las que tropiezan repetidamente las actuales políticas de conciliación de la vida laboral y familiar, dificultades que son especialmente sentidas por las mujeres de generaciones jóvenes que han sido educadas, por citar solo el ejemplo español, bajo la idea de la igualdad y asisten perplejas a las dificultades cotidianas de hacer compatible su vida personal, laboral y familiar cuando se convierten en madres y además tienen un empleo, por precario que este sea. Las mujeres jóvenes contemplan con creciente preocupación y sorpresa cómo sus madres, pertenecientes a la generación sándwich (de entre los 45 y 65 años), viven atrapadas por un tiempo y unas tareas de cuidados donde el envejecimiento de la población las obliga a cuidar de sus personas mayores dependientes, al mismo tiempo que deben cuidar de sus hijos y/o ejercer de abuelas de manera no siempre voluntaria. Esta situación pone en cuestión las políticas del bienestar que existieron, siempre escasas para hacer frente a las tareas de cuidados cotidianos aun antes de la crisis, y obliga a replantear las alternativas pensadas para salir de ella.
Los estudios empíricos que tratan de medir, a través de procedimientos diversos, los usos sociales del tiempo muestran las desigualdades que también se dan por ese motivo entre hombres y mujeres (Aliaga, 2006) y son una ayuda inestimable para repensar esas alternativas. En particular, porque tales mediciones permiten hacer visibles unos costes del trabajo de cuidados que son difíciles de mercantilizar, aunque sí pueden materializarse en tiempo (Durán, 2002; 2006). Se trata de una cuestión enormemente importante a pesar de que tales mediciones no puedan dar cuenta ni de la rigidez, ni de la falta de flexibilidad temporal que presiden esas tareas, ni, lo que resulta más relevante, de la disponibilidad, característica que es absolutamente indispensable para llevarlas a cabo y que les es requerida cotidianamente a quienes las llevan a cabo, la mayoría de mujeres de la familia, tengan empleo o no, como si de algo natural se tratase.
Es decir, uno de los principales inconvenientes con el que tropiezan las políticas de tiempo es que el tiempo implicado en las tareas de cuidados, en especial a las personas dependientes, no se puede acumular, reducir o someter a la misma lógica lineal y acumulativa que preside el tiempo mercantil o del trabajo remunerado. Una lógica temporal esta última que goza de los mayores prestigios y que se rige por la racionalidad económica propia de las sociedades del bienestar. Su prestigio no solo marca una diferencia entre ambas lógicas temporales, convirtiéndolas en difícilmente compatibles, sino que establece una jerarquía entre los tiempos, los trabajos y los sujetos. No se debe olvidar que en esas sociedades no todos los tiempos y los trabajos son iguales, y que existe una clara jerarquía ejercida por la lógica del tiempo de trabajo remunerado, léase jornada laboral, por encima de cualquier otro tiempo o trabajo. Esa jerarquía afecta de manera clara a los tiempos, sujetos, colectivos y tareas que aparecen como subordinados o residuales en esa jerarquización.
Ante tal situación, parece, en principio, apropiado pensar, planificar y proponer actuaciones orientadas a la reducción, la regulación o la racionalización de la jornada laboral, como las que se desarrollaron en Europa en las décadas precedentes al estallido de la crisis. Pero el posible acierto de algunas de estas actuaciones muestra también que ninguna de ellas ha sido capaz de cuestionar la centralidad y jerarquía de este tiempo de trabajo, y que resulta muy difícil sacar a la luz la sincronía y cotidianidad que caracterizan la lógica temporal necesaria para llevar a cabo el trabajo doméstico-familiar, en especial las pautas de tiempo continuo que caracterizan las tareas de cuidados, que resultan ser casi opuestas a los ritmos, intensidad y duración de los tiempos de trabajo propios de las lógicas laborales vigentes. Ello no hace sino confirmar que esta pauta temporal, propia del trabajo de cuidados, es el obstáculo principal para hacer compatibles dichas tareas, cuando se realizan en el ámbito doméstico-familiar, con las jornadas laborales convencionales (Torns; Borràs; Moreno; Recio, 2006), el conjunto de características y obstáculos que, en definitiva, dibujan la difícil conciliación entre ambos tiempo y trabajos y que están presentes en la vida cotidiana de la mayoría de mujeres adultas en las sociedades del bienestar.
Las políticas de tiempos de trabajo (remunerado) son el punto de partida
Parece pues necesario reorientar la mirada de aquellas primeras propuestas hacia las políticas y actuaciones que tienen como horizonte la regulación exclusiva del tiempo de trabajo remunerado, a pesar de la estrechez de miras que ese enfoque pueda suponer tras los argumentos aducidos hasta el momento. Este punto puede comenzar recordando que la aproximación histórica ha hecho evidente la importancia que el tiempo de trabajo remunerado tiene para fijar el poder dentro del mundo laboral, para, a su vez, establecer y marcar las pautas de organización social del tiempo de la sociedad. Si en anteriores crisis (años 80) surgieron voces a favor del reparto del trabajo, en la actualidad son diversos los debates y actuaciones que tratan situar el tiempo de trabajo como centro de las actuaciones destinadas, de una u otra manera, a la redistribución de la riqueza y bienestar. En este sentido, se debe mencionar el debate político que ha tenido lugar en las dos últimas décadas en la Unión Europea, orientado a mantener y defender una jornada laboral que finalmente en 2003 fijó un límite de 48 horas semanales. Este límite se asimila, casi un siglo después, al alcanzado en las primeras luchas obreras por conseguir la limitación de la jornada laboral (las famosas luchas para conseguir las 8x3) en la temprana sociedad industrial.
Si se toman en cuenta algunas de las actuaciones desarrolladas en torno al tiempo de trabajo en Europa, puede observarse que muchas de ellas se originan específicamente en torno a la Estrategia Europea de Empleo, surgida tras el Consejo Extraordinario sobre Empleo, celebrado en Luxemburgo en 1997. Puede afirmarse que esa es la primera referencia de las políticas europeas relacionadas con el tiempo de trabajo (remunerado). La propuesta va acompañada por un capítulo sobre la conciliación de la vida laboral y familiar, que también nace de esas políticas para crear empleo en la Unión Europea. Unos años después, la Directiva 2003/88/CE, aprobada durante el Consejo Europeo de Bruselas, se convierte en el principal referente en materia de organización del tiempo de trabajo. Los objetivos de tal directiva son: un máximo de 48 horas semanales, el descanso de un mínimo de 11 horas por día y el límite de 8 horas de trabajo para los turnos de noche. Tales objetivos no fijan en ningún caso la regulación de la jornada laboral diaria, que continúa siendo el talón de Aquiles por el que las actuaciones desarrolladas para regular el tiempo de trabajo, a escala nacional y local, procuran que las empresas obtengan la máxima disponibilidad laboral de su personal.
Por lo general, las actuaciones desarrolladas con el fin de reorganizar o regular la jornada de trabajo han tenido como meta lograr la flexibilización del horario laboral, una respuesta que se decía idónea para solventar las nuevas necesidades del sistema productivo, derivadas de las sucesivas crisis de empleo, que en Europa han sido desde la conocida crisis del petróleo en 1973 hasta la que padecemos en la actualidad. Las terribles consecuencias de la crisis se concretan en nuestro país en forma del estratosférico paro juvenil y de larga duración, que hacen evidente no solo los límites del bienestar que algunas mujeres habían denunciado, sino el propio fracaso del modelo social europeo. Las múltiples variedades de las fórmulas flexibilizadoras han sido ideadas desde y por la lógica empresarial y se han consolidado, gracias a la autoridad y prestigio de los principales especialistas en el mundo laboral. Esta flexibilización ha roto la lógica de un horario de trabajo fijado de manera estable para la mayoría de la población ocupada a lo largo de todo el ciclo de vida laboral. Esta norma instituida por la sociedad industrial ha ido desapareciendo a medida que la ocupación estable ha dejado de ser la pauta para buena parte de la población ocupada, y se ha visto reforzada por el aumento de la diversidad horaria que ha provocado la creciente terciarización de las sociedades contemporáneas, en particular por el aumento de los servicios a las personas y la utilización creciente de las tecnologías TIC que, pese a sus enormes logros, se han convertido en verdaderas devoradoras de tiempo en nuestras vidas cotidianas. A esta situación debe añadirse el aumento de la presencia femenina en el mercado laboral, especialmente notorio en España (Torns; Recio, 2011), principalmente en el sector servicios. Esta mayor presencia, como el proyecto de ley italiana supo prever, complica todavía más los desajustes producidos por la flexibilización y diversificación de los horarios laborales, no solo para las mujeres que no pueden conciliar, sino para el conjunto de toda la población.
En ese contexto, la aparición de las políticas relacionadas con la reorganización o reducción del tiempo de trabajo en la UE, hoy cuasi desaparecidas por los estragos de la crisis, son ejemplos a considerar, aun cuando los fracasos persiguen de cerca a los escasos éxitos alcanzados. Así, debe citarse la reducción del tiempo de trabajo en Francia a través de la ley de las 35 horas, el conocido como modelo “6+6” de Finlandia y las llamadas medidas work and life balance en el Reino Unido, al igual que las propuestas favorecedoras de la conciliación de la vida laboral y familiar. También pueden incluirse las propuestas que claman por racionalizar los horarios de la jornada laboral española, pues todas ellas tratan de poner en la agenda y abrir el debate público sobre la importancia del tiempo de trabajo en la sociedad actual. Sabemos ya que tales propuestas y actuaciones no son la panacea, pues tal y como muestran algunas evaluaciones realizadas (Torns; Borràs; Moreno, 2007), dualizan la plantilla de las empresas, dado que estas solo favorecen a quienes consideran trabajadores con alto valor añadido. Además, lo que resulta más relevante, no son capaces de romper la gran fuerza simbólica que tiene el presentismo laboral en la cultura laboral española. En este punto, tales evaluaciones avisan que la reducción de la jornada laboral no solo topa con el inconveniente de unos salarios cada vez más escasos, sino con la existencia de unos imaginarios colectivos donde predomina la lógica masculina, lógica donde mostrar plena disponibilidad horaria es el horizonte para no perder el empleo o poder promocionar, pero también, demasiadas veces, es el refugio en el que las jornadas laborales extensas son el modo de rehuir o compensar una escasa o nula contribución a la carga total de trabajo diaria.
En este apartado merece también mención el actual interés de la UE por regular el tiempo de trabajo teniendo en cuenta el ciclo de vida (Anxo; Boulin, 2005), pues puede ser una puerta por donde encontrar alternativas a la reducción de la jornada laboral que difícilmente pueden ser negociadas o asumidas en clave individual. Sin embargo, debe quedar claro que a pesar de ser cierta la preocupación de todos los países europeos, no tiene relación alguna con la propuesta de la “ley” italiana. La actual preocupación europea nace del interés por preservar y mantener las pensiones, dado el envejecimiento de la población, el acortamiento del ciclo laboral y las enormes dificultades por incorporar a las personas jóvenes a un mercado de trabajo que no es capaz de cambiar el modelo productivo vigente. Sin embargo, esas propuestas resultan interesantes para ver qué posibilidades tienen de cuestionar la centralidad productivista de la vida (donde solo se considera importante el tiempo de la jornada laboral desde los 16 a los 65 años). Debemos recordar que el ciclo laboral de las personas es cada vez más corto, el empleo (al menos el decente) es cada vez más escaso y que, en cambio, el ciclo de vida, por suerte, cada vez va a ser más largo.
La conciliación de la vida laboral y familiar
La conciliación de la vida laboral y familiar, tal como aparece nombrada a finales de la década de los 90, trata de encontrar soluciones a la mayor carga total de trabajo que las mujeres soportan, en comparación con los hombres, en las sociedades del bienestar contemporáneas. Las cifras que dan cuenta de esta situación (las encuestas del uso del tiempo) son similares en toda Europa, con pequeñas variaciones. El rasgo que sobresale en esa desigual distribución del tiempo cotidiano entre hombres y mujeres es la mayor acumulación de trabajo femenino, especialmente visible entre aquellas mujeres que tienen trabajo remunerado y trabajo doméstico y de cuidados con el que atienden su hogar-familia, es decir, madres, esposas y aquellas que vuelven a hacer de hijas o nueras o incluso de sobrinas, tías, cuñadas, etc. No se trata de un hecho nuevo, porque quien más y quien menos ha tenido o tiene muy cerca, a poco que se fije, mujeres que viven en esas circunstancias, pero algo sucede hoy en día cuando la conciliación aparece como una política destinada a apoyar a las mujeres para que puedan compatibilizar todos esos tiempos y trabajos. Es necesario precisar que nadie dice que las políticas de conciliación no sean necesarias, sino que lo que cabe preguntarse es si la conciliación solo la necesitan las mujeres.
De hecho, lo que parece haber sucedido es que las primeras soluciones ideadas, en las actuales sociedades del bienestar, especialmente en la Europa tras la Segunda Guerra Mundial, no resultan tan buena solución como parecían. En concreto, aquellas primeras soluciones propusieron, si bien de manera implícita era un contrato social de género, que las mujeres madres tuviesen un empleo a tiempo parcial o se retiraran del mercado laboral temporalmente durante la crianza de los hijos e hijas. Tal medida ha sido y es utilizada por buena parte de madres europeas, según nos muestran de nuevo las estadísticas laborales. Pero en la actualidad aquella solución no funciona ya, porque el mercado laboral femenino muestra que quienes trabajan a tiempo parcial no tienen posibilidad alguna de desarrollar una carrera profesional en condiciones, y porque ese mismo mercado presenta unos datos de paro especialmente entre las jóvenes y una segregación ocupacional y unas discriminaciones (peores salarios, más contratos temporales, más paro y precariedad...) entre las ocupadas que les impide tener una vida laboral en condiciones de igualdad que los hombres. Si bien las políticas de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, desarrolladas en estas últimas décadas, han tratado de poner remedio a tal situación, la crisis actual ha hecho evidente la fragilidad de tales medidas. Y en ese naufragio, la conciliación, tal y como está planteada, no parece ofrecer la ayuda necesaria.
Las actuales políticas de conciliación son fruto de las últimas y ya citadas estrategias para promover el empleo en la Unión Europea. En concreto, surgen a finales del siglo XX para conseguir una mayor ocupación femenina de las mujeres madres (con criaturas de menos de 12 años o con más de tres criaturas) que había que aumentar, según esos criterios, para afrontar la crisis de empleo que sufría Europa desde mediados de los 70. Para conseguirlo, esas estrategias se amparan bajo el paraguas de la promoción de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. Pero, siguiendo el parecer de las principales especialistas europeas, la propuesta, aun antes de la crisis, no resulta exitosa porque sigue una lógica productivista, donde el trabajo solo es visto como actividad laboral y la conciliación aparece como una solución únicamente pensada para las mujeres, en concreto, solo para aquellas que son madres, olvidando de este modo el problema de los cuidados de las personas mayores dependientes que se ha producido por el creciente envejecimiento de la población europea.
Los instrumentos para hacer viables estas políticas europeas de conciliación consisten en la promoción de permisos laborales y de servicios de atención a la vida diaria (SAD), unos servicios que allá donde el Estado del bienestar es fuerte, como por ejemplo los países escandinavos, existen como servicios públicos desde antes de la conciliación, mientras que en los países mediterráneos, como por ejemplo el nuestro, son escasos o muy caros cuando dependen del mercado, porque el Estado del bienestar es más precario y hay fuertes resistencias culturales que no siempre permiten reclamarlos o apreciarlos. También es un obstáculo para su desarrollo la existencia de una fuerte tradición familista, gracias a la cual las mujeres ocupadas tienen una vida cotidiana donde, hoy por hoy, la conciliación se convierte en acumulación de una carga total de trabajo que gira en torno a las 70 horas semanales, según las encuestas de uso del tiempo comentadas.
En cuanto a los permisos laborales, la mayoría de los países europeos han desarrollado leyes que regulan los permisos de maternidad, las excedencias y otras licencias similares. En España se creó una ley de conciliación, en noviembre de 1999, que favorecía un permiso de maternidad que podía ser utilizado por el padre cuando la madre, siempre que fuera trabajadora en activo, lo permitiera. Posteriormente, la ley de igualdad de 2007 permitió por primera vez un permiso de paternidad de 13 días, mejorando los inconvenientes que la anterior ley de 1999 mantenía al respecto, permiso de paternidad que si bien en 2011 se amplió a 4 semanas, ha visto frenada su ampliación por motivos económicos, con la excusa de la actual crisis. También se promovió el “Plan Concilia”, desde 2005, para los funcionarios del Estado, además de otras actuaciones similares promovidas por los gobiernos autonómicos. Asimismo, algunas empresas, especialmente las grandes, tratan de regular los horarios laborales para dar respuesta, según dicen, a las necesidades conciliadoras de su plantilla, a pesar de que las primeras valoraciones sobre estas medidas empresariales señalan el hecho de que no afectan por igual a toda la plantilla, sino que suelen favorecer a los más cualificados.
En relación con estos permisos, Suecia, Noruega y en la actualidad Islandia son líderes a la hora de ofrecer las mejores soluciones, tal como no dejan de recordarnos, con gran acierto, desde la plataforma PPIINA (Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción). Su legislación permite un permiso de paternidad de un mínimo de 4 semanas, obligado por ley, que llega a alcanzar los 5 meses en Islandia (PPIINA 2012) que, además de la mayor oferta de tiempo, parece haber incidido con éxito en el cambio de mentalidades y de culturas tanto a nivel personal como laboral y familiar. Este cambio también alcanza a los permisos, licencias y actuaciones destinadas a los cuidados de las personas mayores dependientes o de aquellas que presentan una diversidad funcional notoria. Es urgente encontrar nuevas alternativas, porque va a ser difícil, por no decir imposible, atender tan solo gracias a la buena voluntad de unas mujeres que son cada vez menos y que todavía se sienten con la obligación moral de atenderlas. La magnitud del problema es tal, que aun a pesar de la crisis va a haber que afrontar generando, entre otras cuestiones, la demanda de unos servicios de cuidados que son ya absolutamente necesarios para satisfacer unos derechos de ciudadanía que hoy por hoy muy pocas personas consideramos como tales, ya que, de otro modo, la actual contratación de mujeres inmigradas en condiciones laborales precarias no solo va a continuar siendo necesaria, sino que va a tener que aumentar. La mujer madre es una figura en retroceso y el envejecimiento de la población es uno de los logros de las sociedades del bienestar que tenemos la obligación de compartir.
Repensar la conciliación
Las evaluaciones que nos llegan de la aplicación de las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar hacen pensar que el éxito es relativo. Esto ya era así antes de que la crisis estallara, ya que las dificultades por hacer compatibles la vida laboral y familiar son un reto que concierne a toda la sociedad, que difícilmente va a solventarse solo con apelaciones a la corresponsabilidad. Como muy bien dicen los especialistas británicos, el equilibrio entre la vida y el trabajo, tal como ellos denominan la conciliación, ha puesto de manifiesto que del trabajo sabemos bastante, pero que estamos lejos de saber o compartir un criterio común sobre qué es la vida. Un magnífico ejemplo de ello es el hecho de que en nuestra sociedad los hombres adultos que no tienen trabajo, porque se quedan en paro o se jubilan, no siempre saben qué hacer para vivir, o que se tolere o se vea como mal menor el hecho de que sean las mujeres las que están en paro o sin empleo. Se trata de un escenario donde los cambios demográficos aludidos parecen dejar claro que en un futuro inmediato quizás no vaya a haber empleo para todo el mundo, pero de lo que no hay duda es de que sí va a haber mucho trabajo, pues las necesidades de cuidados y su importancia no hacen más que aumentar. Así las cosas, hay que ser consciente de que la actual crisis económica, junto con el miedo a perder el empleo de las personas que lo tienen y la idea de que no hay otra que tener o mostrar la mayor disponibilidad posible, requieren pensar en nuevas alternativas. Y las respuestas que sí hagan viable el equilibrio entre la vida laboral, familiar y personal para toda la población tienen que ser ideadas y aplicadas con urgencia.
Si la conciliación tiene que formar parte de esas respuestas, no puede continuar pensándose como un asunto que solo afecta a las mujeres, porque repartir el tiempo y el trabajo es socialmente necesario para que hombres y mujeres vivan cotidianamente de manera más equitativa, algo que debe quedar fuera de toda discusión. Y esperar a que pueda haber otros cambios en el sistema socioeconómico vigente, como algunas voces alternativas reclaman, hace pensar en el dicho “cuán largo me lo fiáis”. De ahí que también parezca adecuado desarrollar políticas de tiempo, en particular de aquellas que piensan en nuevos escenarios como la vida cotidiana y la ciudad, para afrontar la problemática que gira en torno a la conciliación. Esas mismas voces reclaman que tales propuestas vayan acompañadas de una revisión del actual contrato social entre hombres y mujeres para paliar las desigualdades de género, en concreto, de aquel contrato que acompañó las bases del actual Estado del bienestar, convirtiendo a los hombres en cabeza de familia, y por lo tanto en el principal proveedor de ingresos del núcleo familiar, y a las mujeres en amas de casa cuidadoras del hogar-familia. Aquel contrato no se ajustó nunca a la realidad de una sociedad donde las mujeres siempre trabajaron más que los hombres, a pesar de que no fuera así reconocido, pero fue la base de las políticas para redistribuir la riqueza y el bienestar. El tiempo y el trabajo dedicados a los cuidados de las personas y del hogar-familia quedaron excluidos y la conciliación por sí sola no parece que pueda solucionar la cuestión, pues, como ya se ha dicho, la jerarquía y los prestigios entre los tiempos y los trabajos existen y es necesario encontrar nuevos consensos.
Las políticas de tiempo pueden, así vistas, coadyuvar a encontrar alternativas viables, porque efectivamente la problemática a solucionar tiene que ver con tiempo, con trabajo y con la redistribución de la riqueza y el bienestar. En estos términos parece ineludible que las primeras actuaciones empiecen por la regulación del tiempo de trabajo y los permisos laborales. En este punto, nadie cuestiona la necesaria existencia de los permisos laborales, como la conciliación contempla, pero no se debe olvidar que no son suficientes porque estos permisos solo regulan períodos de tiempos de trabajo excepcionales. Lo que hace falta es que toda la población ocupada reduzca la jornada laboral diaria de manera sincrónica y cotidiana. El objetivo de esta reducción fue no hace tanto un objetivo para repartir el empleo en un momento de escasez del mismo, como ahora sucede, pero esa reducción, vista desde el enfoque aquí defendido, tiene que plantear un horizonte donde cualquier persona ocupada tenga, además de su jornada laboral, el tiempo necesario para el trabajo doméstico-familiar y de cuidados, para el tiempo de ocio y para gozar de tiempo de libre disposición personal. Esta combinación tiene que poder ser independiente de su género, clase, edad o etnia, y tiene que variar forzosamente a lo largo de su ciclo de vida y no solo según criterios de rentabilidad empresarial, de éxito profesional o de consumo más o menos ostentoso. Si alguien piensa que tal propuesta es utópica e irrazonable, debe tener presente que, en la actualidad y agravado por la crisis, el tiempo individual continúa siendo un tiempo social donde los privilegios de unos (acostumbran a ser pocos y masculinos) siempre se basan en las desventajas de las otras (mujeres a su mayoría, principalmente de clase trabajadora y/o de etnias subordinadas).
En cuanto a la renovación del contrato social entre hombres y mujeres, conviene además no olvidar que el protagonismo femenino o, dicho de otra manera, el absentismo masculino de las tareas cotidianas de cuidados es probablemente uno de los principales inconvenientes que presenta la actual conciliación. Hace falta, pues, promover medidas que cuestionen la centralidad y el prestigio que tiene el tiempo del trabajo remunerado a la hora de organizar la vida cotidiana de las personas, de las empresas y de las ciudades. Hay que hacerlo también porque solo así se puede dar valor a la contribución que las mujeres hacen al bienestar cotidiano a través del trabajo doméstico-familiar y de cuidados. Solo así todo el mundo puede reconocer su importancia y su necesidad. Hay que promover, por lo tanto, medidas reguladoras del tiempo y el trabajo que cuestionen la jerarquía de un cabeza de familia masculino, siempre disponible laboralmente, reclamando además que los cuidados de las personas puedan ser socialmente organizados cotidianamente, como por ejemplo lo son la enseñanza o la sanidad, pues la familia no puede ni va a poder con ellos.
Se trata, a corto plazo, de evitar que la conciliación, allá donde todavía pueden permitirse plantearla, sea pensada y vivida como si fuera solo un asunto de mujeres, asunto que no podrá ser viable sin redistribuir entre hombres y mujeres la carga total de trabajo, en clave de cotidianidad y cambiar la organización social que rige la relación entre el tiempo y el trabajo bajo las pautas socio-culturales vigentes. Ahí cuestionar la absoluta disponibilidad laboral es un primer paso y hacer visible la disponibilidad, también absoluta para los cuidados, que se requiere y espera de las mujeres en las familias es el añadido siempre olvidado o ignorado. No son ni una tarea sencilla ni una cuestión que se pueda resolver individualmente, pero está por ver que no puedan ser. Estaría bien, además, que las soluciones ideadas ni reforzaran las desigualdades sociales existentes ni crearan otras nuevas, en particular aquellas que tienen que ver con la generación y con la etnia. Mientras tanto, en el día a día, además de promover la conciliación, tal cual está planteada, muchas mujeres agradecerían que los hombres se preguntaran por qué ellos no necesitan conciliar, y entonces probablemente buena parte de los problemas aquí comentados desaparecerían.
Políticas de tiempo: entre el éxito, la insatisfacción y la paradoja
Tal y como hemos intentado hacer patente en este escrito, hablar de políticas de tiempo supone recuperar las reflexiones y propuestas que, en la década de los 80 del siglo XX, formularon algunas científicas sociales del sur de Europa para promover actuaciones en torno al tiempo, el trabajo y el bienestar. Esas aportaciones y propuestas, como se ha explicado, se formularon como anteproyecto de ley que no llegó a promulgarse, pero cuyos ejes básicos continúan siendo claves para repensar alternativas, en especial, en estos momentos de crisis donde las sociedades del bienestar parecen haber agotado el modelo social imperante. A la hora de reseñar las conclusiones, conviene recordar que dicho proyecto de ley no debe contemplarse como un proyecto totalmente fallido, si bien se deben matizar los términos de esta afirmación. Parece posible incluso apuntar que el conjunto de la propuesta ha logrado un éxito relativo, porque ha encontrado resistencias para hacerse viable. El éxito remite, sin lugar a dudas, al acierto de haber puesto sobre la mesa las cuestiones clave de la problemática del tiempo en las sociedades contemporáneas, mientras que las resistencias hay que buscarlas en las actuaciones existentes, reconocidas hasta ahora como políticas de tiempo, incluyendo las políticas de conciliación en ese paquete de medidas.
Las políticas de tiempo más exitosas han sido las políticas de tiempos y ciudad, desarrolladas desde instancias y saberes mucho más cercanos al interés por reconocer la ciudad exclusivamente como espacio urbano que de aquellas primeras políticas en torno al tiempo y el bienestar con perspectiva de género. El primer tipo de políticas de tiempo mencionadas podrían ser tipificadas como políticas urbanas del tiempo, constituyendo, en buena medida, lo que hemos dado en llamar el hardware de las políticas de tiempo en la ciudad, porque el territorio urbano, y no el tiempo, constituyen su eje vertebrador (Torns; Borràs; Moreno; Recio, 2006). Se trata de unas políticas urbanas cuyas actuaciones y objetivos ni han conseguido promover actuaciones donde la dimensión temporal fuese tenida en cuenta, ni han servido para redefinir el bienestar cotidiano de la ciudadanía. Este último objetivo es difícil de conseguir, pero probablemente se encuentra más cercano a la propuesta italiana primigenia y lo podríamos denominar el software de las políticas de tiempos a la ciudad, territorio que debe ser considerado, desde esta óptica, el escenario de la acción pública en el que es necesario tejer nuevos vínculos de ciudadanía desde la proximidad y la accesibilidad. Solo así va a ser posible que la atención a las necesidades derivadas del bienestar cotidiano de las personas sean el centro de unas actuaciones que no deben estar solo regidas por la lógica mercantil o del consumo. En definitiva, una tendencia que debe trasladar las políticas de tiempo al campo de quienes pueden organizar y pensar la ciudad, políticos, urbanistas y hacer sentir las voces y el compromiso de la ciudadanía.
Resulta, sin embargo, igualmente cierto que en los últimos veinticinco años se han llevado a cabo actuaciones en torno al tiempo de trabajo (visto solo como jornada laboral), incluso en el período de bonanza económica, pero no es menos cierto que tales actuaciones no han sido reconocidas o reclamadas como políticas de tiempo, y que los actuales tiempos de crisis, valga la paradoja, no parecen ser los más idóneos para promover grandes propuestas en este terreno, a pesar de que estas políticas laborales sí han tenido mayor eco y reconocimiento que las anteriores, dada la importancia y centralidad del tiempo de trabajo en nuestra sociedad. Las evaluaciones efectuadas (Torns; Miguélez, 2006) muestran que todas esas políticas laborales tratan de flexibilizar el horario de la jornada laboral, ampliándolo o disminuyéndolo, para obtener más y mejor disponibilidad laboral de la población ocupada. Por ello, no resulta raro comprobar que solo las mujeres que viven tratando de hacer compatible su vida laboral con el trabajo doméstico-familiar y de cuidados no las valoren y reclamen reducciones de tiempo de trabajo de cariz sincrónico y cotidiano. Ese dato permite vislumbrar asimismo que la mayoría de la población ocupada solo aprueba regulaciones de la jornada laboral que les permitan acumular diacrónicamente tiempos de trabajo remunerado y tiempo libre o de vacaciones.
Así pues, nos encontramos ante la paradoja que supone comprobar cómo las ideas clave planteadas en la ley del tiempo italiana se han acabado recogiendo en otros campos de intervención de la política social que, dicho sea de paso, a menudo no tiene que afrontar la perspectiva de género como un estigma. Este es un hecho que podría valorarse en positivo, si no fuera porque esas políticas laborales no cuestionan la centralidad que el tiempo de trabajo remunerado tiene a la hora de organizar la vida de las personas, las empresas y las ciudades. El tiempo actúa como modelo de referencia de las pautas, valores y actividades que organizan y regulan la sociedad, y conforma unos imaginarios colectivos que lo consideran como el único a tener en cuenta a la hora de idear el proyecto de vida personal y establecer las prioridades, las disponibilidades y la jerarquía de los prestigios sociales.
Sea como fuere, es cierto que hay que reconocer que el progresivo aumento del interés por las cuestiones relacionadas con el tiempo, el trabajo y el bienestar cotidianos ha alcanzado incluso las instancias y directivas de la Unión Europea. Así pues, es fácil comprobar que algunas de las experiencias vigentes en ciertos países europeos en esta materia se inscriben bajo el paraguas europeo y que ese paraguas también acoge las actuaciones orientadas a promover y mejorar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. Pero se debe reconocer también que esta aparición y presencia europea a favor de ese tipo de políticas de tiempo no rompe la paradoja que las acompaña desde su nacimiento: en los países escandinavos donde hay más bienestar material e igualdad de género no hay políticas de tiempo. Esta paradoja se refuerza cuando se observan las cifras estadísticas producidas por EUROSTAT en torno al uso del tiempo. Los datos ponen de manifiesto diferencias nacionales en la desigual distribución de la carga total de trabajo entre hombres y mujeres, siendo los países nórdicos los que menos desigualdad registran. Más allá de la evidencia empírica, las razones de esta mayor o menor presencia de las políticas de tiempo y de la aparente paradoja que las acompaña parecen remitirnos a diferentes razones: en primer lugar, a las diferentes tradiciones que amparan el origen y la consolidación del Estado del bienestar; en segundo lugar, a la diversa consolidación del concepto de ciudadanía que de ello se deriva; y en tercer lugar, a la misma idiosincrasia cultural que preside los modelos familiares. Se debe precisar la fuerte tradición familista de los países europeos del sur, de los que España es un buen representante.
Por último, cabe concluir que el tiempo y su relación con el trabajo y el bienestar cotidianos es una herramienta clave para hacer visibles los límites del Estado del bienestar. Tal argumento era cierto aun antes de que la actual crisis cuestionara el modelo, arrasando derechos de ciudadanía conseguidos, porque evidencia una desigual distribución en los usos sociales del tiempo entre hombres y mujeres. Esta distribución tiene que ver con más trabajo y menos bienestar para las mujeres. Pero eso que parecía ser así, en la actualidad afecta igualmente a aquellos grupos de edad, criaturas, jóvenes y personas mayores que o bien no pueden valerse por sí mismas o bien no pueden, aunque quieran, entrar y/o permanecer en el mercado de trabajo. Esta última condición es imprescindible para ser considerado ciudadano de pleno derecho esta sociedad. En esa tesitura, parece imprescindible revisar el concepto de ciudadanía con objeto de replantear el contrato social entre géneros, entre generaciones y entre etnias, una tarea que se puede ver apoyada por el desarrollo de políticas de tiempo, siempre y cuando estén pensadas desde la lógica que liga tiempo y bienestar cotidiano. Si bien nadie duda de que estas políticas sean la solución a tamaño desafío, tampoco parece demasiado descabellada la idea de que tener tiempo para pensar pueda ser un buen comienzo.
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