EuskaraLos derechos sociales en tiempos de crisis2012-09-20¿Qué fue del contrato social? Los derechos sociales entre el asedio y la reinvención garantista GERARDO PISARELLO Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona y vicepresidente del Observatori DESC1- Introducción: contractualismo, constitucionalismo democrático y derechos socialesPreguntarse qué fue del contrato social constituye de por sí una aproximación inquietante a la realidad. La idea de contrato social, después de todo, suele vincularse a fenómenos a los que inequívocamente se atribuye un papel civilizatorio, como el constitucionalismo democrático o los derechos humanos. La idea de su abandono, o peor, de su ruptura o incumplimiento grave, presupone una alteración drástica de las reglas de convivencia. Esto no debería ser grave como tal. Pero en las condiciones actuales, la imagen suele convocar los peores fantasmas de la desintegración cívica y la violencia arbitraria.El contrato social se presenta en los tiempos modernos como una metáfora. Su sentido es proporcionar razones para la legitimación o para la deslegitimación del Estado y de las instituciones. Lejos, en efecto, de aparecer como entidades naturales o como creaciones divinos, estos se presentan como artificios, como creaciones humanas cuya justificación depende de su mayor o menor capacidad para servir a determinados fines.En la lectura contractualista de Thomas Hobbes -adversario enconado de la revolución democrática de 1649- el Estado, el Leviathan, todavía puede revestir la forma de una monarquía absoluta siempre que sea capaz de garantizar la paz. Para John Locke, en cambio, esta justificación resulta inadmisible. Influido en esto por el regicida español Juan de Mariana, Locke entiende que el monarca solo puede ser un agente fiduciario -un trustee- de la ciudadanía. Su función es garantizar el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad de todos. Mientras lo haga, mientras cumpla dicho mandato, puede recabar lealtad. Pero si traiciona la confianza del pueblo, si rompe el contrato, este puede recurrir al Appeal to Heaven y deponerlo.El contractualismo igualitario de Locke y su defensa del derecho de resistencia tendría una influencia notable en la revolución independentista norteamericana y en la Declaración de 1776, redactada bajo la inspiración de Thomas Jefferson. El propio Jefferson mantenía una concepción similar de los derechos: la vida, la libertad y la propiedad debían reconocerse a todos por igual. De ahí que se mostrara partidario de una república agraria en la que la propiedad estuviera repartida y en la que la protesta y la rebelión ciudadanas actuaran como barrera última frente al despotismo.Algunas de estas ideas encontrarían su versión más radicalizada sería en el contractualismo democrático de Jean Jacques Rousseau o de Gabriel Bonnot de Mably. Para ellos, el respeto a la soberanía popular se encuentra en el núcleo del contrato social. Ello supone el rechazo de todo poder que pretenda apropiarse de ella, suplantarla o desnaturalizarla. El Estado y las instituciones solo se justifican en la medida en el que el pueblo pueda participar en la elaboración de las leyes, pueda revocar o deponer a sus representantes y pueda impedir, en último término, que la propiedad se concentre en pocas manos24. Estas concepciones del contrato social cristalizarían en la revolución francesa. Sobre todo, en el constitucionalismo democrático que siguió a la caída de la monarquía y a la proclamación de la república, en 1792. Para Maximilien Robespierre o Saint Just, inspiradores de la Constitución democrática de 1793, las instituciones se justificaban en la medida que aseguraran los derechos políticos y sociales de la ciudadanía y que introdujeran límites a la especulación y a la acumulación privada de bienes.La Constitución de 1793, de hecho, fue una de las primeras en reconocer un listado amplio de derechos civiles y políticos, que incluían el derecho al sufragio universal masculino y a los referendos legislativos25. También fue pionera a la hora de consagrar los derechos sociales a la instrucción y a los socorros públicos. ¿La sociedad -prescribía el artículo 21 de la Declaración que la encabezaba- debe su subsistencia a los ciudadanos desgraciados, bien procurándoles trabajo, bien asegurando los medios de existir a los que estén imposibilitados de trabajar?. Como en la mejor tradición republicana, la garantía de este derecho social a la existencia, como le llamaría Robespierre, no podía confiarse a la buena voluntad o a la simple disposición de autolimitación de los particulares o de los propios poderes públicos. Exigía, por el contrario, dos requisitos al menos. Por un lado, medidas fiscales progresivas que pusieran límites a la acumulación privada y que habilitaran políticas redistributivas. Por otro, una ciudadanía activa capaz de defenderlas en las instituciones y fuera de ellas.Para el constitucionalismo republicano democrático, en efecto, la propiedad tenía una doble connotación. Podía ser, sin duda, un instrumento para la generalización de los derechos sociales, esto es, una herramienta de garantía de las condiciones materiales que permitían a las personas ser libres. Sin embargo, el derecho a la propiedad, personal o colectiva, debía diferenciarse del derecho de propiedad privada exclusiva y excluyente, que solo podía configurarse como un privilegio incompatible con su extensión al conjunto de la sociedad.En realidad, la relación entre los derechos sociales y los derechos civiles y políticos ya aparecía aquí como un vínculo indivisible e interdependiente. Los derechos sociales eran condición necesaria para el disfrute efectivo de la libertad. Pero los derechos civiles y políticos, por su parte, eran un instrumento irrenunciable para la exigencia del derecho a existir. Siguiendo el contractualismo de Locke o Rousseau, el artículo 35 de la Declaración de 1793 no dudaba en recordar que ¿cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para este y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes?. Esto tenía que ver con lo que la propia Declaración consideraba como la garantía última de los derechos reconocidos en la Constitución: la garantía social, a la que su artículo 23 definía sencillamente como ¿la acción de todos para asegurar a cada uno el goce y la conservación de sus derechos?.Esta concepción del contrato social y de los derechos civiles, políticos y sociales tenía una fuerte impronta igualitaria. No en vano su fundamento, el cemento que hacía posible su exigibilidad, era la noción de fraternidad. Concebida también como metáfora conceptual, la fraternidad republicana animaba un programa emancipatorio dirigido a remover las jerarquías en diferentes ámbitos y esferas sociales y a generar relaciones tendencialmente horizontales26. Se proyectaba, desde luego, sobre la esfera política, pero también sobre la económica. Sobre la esfera pública, pero también sobre la doméstica, como bien advirtieron las mujeres que animaron los clubes revolucionarios, como Pauline Léon o Claire Lecombe, o la republicana inglesa Mary Wollstonecraft, quien en 1792 lo plasmó en su ensayo Vindicación de los derechos de la mujer27. Es más, el impulso de la fraternidad era capaz incluso de trascender las fronteras. Esto permitió a los rebeldes negros encabezados por Toussaint LOuverture enarbolar la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano 1789 en sus luchas por la independencia de lo que sería Haití. Y obligó al propio Robespierre a señalar que en coherencia había que admitir que perecieran las colonias antes de que se resignaran los principios inspiradores de la revolución.24 ¿¿Queréis dar al Estado consistencia? -dirá Rousseau en el Contrato Social-. Acercad los extremos cuanto sea posible; no permitáis ni gentes opulentas ni pordioseros. Estos dos estados, inseparables por naturaleza, son igualmente funestos para el bien común; del uno salen los fautores de la tiranía, y del otro, los tiranos; siempre es entre ellos entre quienes se hace el tráfico de la libertad pública, el uno la compra y el otro la vende? (vid. El contrato social, Tecnos, Madrid, 1988, p. 51). Mably, por su parte, sostenía que la propiedad privada no formaba parte del orden natural de las cosas. ¿La desigualdad de bienes y de estados -diría en De la legislación o principios de las leyes, de 1776- pervierte, por así decirlo, al hombre y modifica las atracciones naturales de su corazón?. Y agregaría: ¿La ambición y la codicia no son las madres, valga la expresión, sino las hijas de la desigualdad?.25 ¿La democracia -diría Robespierre, en la línea de Rousseau y de Mably- es un estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, actúa por sí mismo siempre que le es posible, y por sus delegados cuando no puede obrar por sí mismo?. Vid. M. Robespierre, Por la felicidad y por la libertad. Discursos (Y. Bosc, F. Gauthier y S. Wahnic eds.), El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 246-247.26 Vid. el esclarecedor y original análisis de Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Crítica, Barcelona, 2004.27 Criticando, por cierto, las inconsistencias en este punto del propio Rousseau, quien en su misoginia no había sido capaz de llevar sus tesis contractualistas hasta las últimas consecuencias y de exigir el fin de la subordinación de las mujeres.2- Constitucionalismo liberal doctrinario, demofobia y asedio a los derechos socialesNaturalmente, este contractualismo igualitario y la concepción del constitucionalismo y de los derechos a él vinculados encontraron férreas resistencias. El ciclo democrático abierto con la proclamación de la república fue bruscamente interrumpido por el golpe de Estado de julio de 1794 -el mes de Termidor según el calendario republicano- que vino a imponer una nueva manera de entender la Constitución y los derechos.La Constitución de 1795, en efecto, procuró alejarse de su antecesora en aspectos institucionales y económicos esenciales. Laminó los derechos de participación popular y reforzó el papel de la burguesía y de sus aliados aristocráticos, reintroduciendo el sufragio censitario. Asimismo, se preocupó en blindar el derecho de propiedad privada y en bloquear, consecuentemente, cualquier reivindicación de derechos sociales que pudiera alterar el orden existente.Esta nueva concepción elitista de la Constitución y de los derechos humanos fue defendida de manera encendida por termidrorianos célebres como Boissy dAnlgas28 o Lanjuinais29. Para ellos, el constitucionalismo democrático había supuesto una ampliación excesiva, desproporcionada, de los derechos políticos y sociales de las capas populares, esto es, de los artesanos, trabajadores y pobres urbanos y rurales que integraban el llamado ¿cuarto Estado?. Esta ampliación de los derechos había tornado ingobernable la vida política y económica. De lo que se trataba, por tanto, era de limitar la influencia de estos estratos populares. Y la Constitución podía ser un instrumento para ello.Algunas voces lúcidas se levantaron contra el constitucionalismo termidoriano. Una de las más destacadas fue la de Thomas Paine, el célebre autor de Derechos del Hombre, uno de los primeros ensayos modernos sobre derechos humanos. Amigo de Jefferson y de Condorcet, Paine había sido encarcelado por los jacobinos. A la caída de estos, se reincorporó a la vida política y llegó a ser elegido miembro de la Convención que elaboró la Constitución de 1795. Sin embargo, pronto advirtió el sesgo antidemocrático del nuevo escenario y mantuvo una posición de franca oposición. Criticó con severidad la restricción de libertades civiles y políticas y el espíritu patrimonialista de muchos de sus miembros. Dos años más tarde, en 1797, escribió incluso un opúsculo, Justicia Agraria, en el que defendió la necesidad de introducir como derecho social universal un ingreso incondicional derivado de los beneficios generados por los usos privados de los recursos naturales.No fue, empero, la posición de Paine la que marcó el constitucionalismo y la comprensión de los derechos tras las primeras décadas del siglo XIX. Por el contrario, lo que acabó por imponerse, con diferentes énfasis, fue un constitucionalismo liberal doctrinario que pretendía ser una alternativa tanto al absolutismo monárquico (y religioso) como a los movimientos democráticos populares que crecían en toda Europa.La concepción liberal se situaba en las antípodas del contractualismo democrático. En realidad, partía de un individualismo tan radical como abstracto. Presuponía la existencia de individuos iguales y libres, que no mantenían lazos asociativos entre sí y que se limitaban a intercambiar sus bienes en el mercado, incluida su fuerza de trabajo. Esta centralidad del sujeto individual era fundamental, ya que presuponía la ausencia de estamentos, de asociaciones o fundaciones y la negación, por consiguiente, de todo contrato social o colectivo. El sujeto en torno al cual se estructuraba el constitucionalismo liberal doctrinario era un sujeto unitario -ni noble ni plebeyo, ni campesino ni mercader, ni rico ni pobre- y que básicamente se expresaba a través de la propiedad privada y del contrato individual.El derecho absoluto de propiedad privada, tal como se concebía en el Code Napoleon de 1804, y la libertad de contratación, fundamental en la consideración del trabajo dependiente y autónomo como una simple locación de obra, aparecían como los pilares de esta concepción jurídica liberal. En ella, la función de los propios poderes públicos aparecía claramente delimitada: garantizar el cumplimiento de los contratos y orientar el aparato coactivo a la defensa del orden público y a la preservación de la esfera privada patrimonial libre de toda injerencia.Esta concepción del constitucionalismo y de los derechos se asentaba, como se ha apuntado ya, en el rechazo a cualquier aspiración colectiva que pueda desafiar de manera radical unas jerarquías económicas y políticas que, si bien resultaban innegables en el plano material, son negadas en términos formales. E implicaba, por lo tanto, una renuncia abierta a la fraternidad o a la solidaridad entendidas como llamado a la articulación de las clases domésticas contra dichas jerarquías.El principio de solidaridad, de hecho, estaba ausente del constitucionalismo liberal doctrinario, precisamente porque su fundamento implícito era el opuesto: la insolidaridad y el rechazo a cualquier articulación colectiva del demos que pudiera poner en riesgo el orden existente30. El argumento de la tiranía de las mayorías que podían poner en riesgo la distribución de la propiedad fue un rasgo central del liberalismo doctrinario, y estuvo presente en inteligentes representantes de esta sensibilidad, como Benjamin Constant o Alexis de Toqueville31. Con el crecimiento y la organización de las clases obreras y populares, esta auténtica demofobia se tradujo en el despliegue de una severa política punitiva contra los grupos sociales considerados ¿peligrosos?. Esta política antigarantista, situada en las antípodas de las ideas heredadas de humanistas como el marqués de Beccaria, no solo supuso la represión abierta de libertades civiles y políticas. También incluía la pena de muerte para los criminales graves -los asesinos- y para los disidentes considerados enemigos -como ocurrió en la Comuna de París-32. Para el resto de población social o políticamente molesta se recurriría a otras formas de control y disciplinamiento: el encierro en prisiones, los juicios interminables, la expansión de la prisión preventiva o provisional, e incluso la deportación.Esta concepción desigualitaria, desde luego, no tuvo sus efectos en el ámbito interno. El autoritarismo interior del liberalismo victoriano tuvo su correlato exterior en un colonialismo y un racismo crecientes. Y operó, de hecho, en el marco de un capitalismo mundializado y financiarizado -el de la belle époque- no muy diferente al actual, que estimulaba la resolución de los conflictos geoestratégicos mediante la apropiación manu militari de mercados y recursos naturales.28 ¿Debemos ser gobernados -diría Boissy dAnglas- por los mejores: los mejores son los más instruidos, los más interesados en el mantenimiento de las leyes. Ahora bien, con muy pocas excepciones, no encontraréis hombres de ese tipo más que entre aquellos que, teniendo una propiedad, están apegados al país en que se encuentran, a las leyes que las protegen, a la tranquilidad que las conserva [...] El hombre sin propiedades, por el contrario, necesita un constante esfuerzo de virtud para interesarse por un orden que le conserva para nada y para oponerse a los movimientos que le ofrecen alguna esperanza [Por eso, concluía:] un país gobernado por los propietarios está dentro del orden social; un país en el que gobiernan los no propietarios está en estado salvaje?. Cit. por Albert Soboul, La revolución francesa, Orbis, Barcelona, 1981, pp. 114-115.29 Lanjuinais advirtió con razón la incompatibilidad que suponía restringir los derechos políticos y sociales y mantener, al mismo tiempo, el principio de igualdad. Justificando la supresión del art. 1 de la Declaración de 1789, sostendría: ¿Si decís que todos los hombres son iguales en sus derechos incitáis a la rebelión contra la Constitución de aquellos a quienes habéis rechazado o suspendido el ejercicio de los derechos de ciudadanía en pro de la seguridad de todos?.30 Ya en 1791, en un debate en la Asamblea Nacional Constituyente, Isaac Le Chapelier justificó sin tapujos su oposición a los clubes y agrupaciones populares surgidos al calor de la revolución: ¿Vamos a hablaros de esas sociedades que el entusiasmo por la libertad ha formado [...] Como todas las instituciones espontáneas que los motivos más puros concurren a formar, y que bien pronto se desvían de su fin [...] estas sociedades populares han tomado una especie de existencia política que no deben tener. Mientras duró la Revolución, ese orden de cosas fue casi siempre más útil que perjudicial [...] Pero ahora que la Revolución ha terminado... hace falta para la salud de esta Constitución que todo vuelva al orden más perfecto [...] Destruidlas y habréis eliminado el freno más potente a la corrupción?.31 ¿La revolución francesa, que abolió los privilegios y destruyó todos los derechos exclusivos -constató de manera premonitoria Tocqueville en sus Recuerdos de la Revolución de 1848- ha permitido que subsista uno, y de modo ubicuo: el de la propiedad [...] Hoy, que el derecho de propiedad no parece sino como el último resto de un mundo aristocrático destruido [...] Muy pronto, la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen; el gran campo de batalla será la propiedad, y las principales cuestiones de la política discurrirán sobre las modificaciones más o menos profundas que habrá de sufrir el derecho de propiedad?. Vid., Recuerdos de la Revolución de 1848, Trotta, Madrid, 1994, p. 35.32 Alphonse Thiers, responsable de la represión de la Comuna parisina de 1871 había exteriorizado su demofobia sin sonrojo alguno, en más de una ocasión. ¿Las sociedades de todas las épocas -dijo por ejemplo- han reposado sobre tres principios: propiedad, libertad, competencia. Gracias a ellos las clases laboriosas no cesan de ganar más y de gastar menos. Todo lo que se ha ideado para reemplazar estos viejos principios sociales es el comunismo, es decir, la sociedad perezosa y esclava; la asociación, es decir, la anarquía en la industria; la reciprocidad, es decir, el maximum (los precios máximos) y el asignado (una suerte de bono público); y en fin, el derecho al trabajo, es decir, un salario a los obreros ociosos que se amontonan en las grandes sociedades?. Vid. G. Pisarello, Un Largo Termidor, Trotta, Madrid, 2011, p. 101.3- Un largo Termidor: la nueva ofensiva del constitucionalismo antidemocráticoLa experiencia del siglo XIX es útil para entender que ni el constitucionalismo ha sido necesariamente democrático, ni la apelación genérica a los derechos está necesariamente vinculada a posiciones garantistas. Buena parte de los regímenes constitucionales del siglo XIX, de hecho, fueron profundamente elitistas, de modo que la expresión liberalismo-democrático era más bien un oxímoron. Muchas de estos regímenes, a su vez, reconocieron ciertos derechos y libertades, pero lo hicieron a partir de premisas desigualitarias, que privilegiaban a aquellos de tipo patrimonial y restringían los derechos políticos y sociales de la población más vulnerable.Este tipo de perspectiva es importante para entender lo que está ocurriendo. En buena medida la ofensiva antisocial que se ha producido tras el estallido de la crisis en 2008, puede verse como una suerte de prolongación de las obsesiones del constitucionalismo liberal conservador del siglo XIX. Es más, el largo Termidor que se vive en la actualidad hunde sus raíces en los años setenta del siglo pasado, en la contrarreforma que puso en entredicho, precisamente, el contrato social, el pacto tácito sobre el que se había construido el constitucionalismo de posguerra.La propuesta de contrato social que supuso el constitucionalismo democrático de posguerra, en efecto, fue el intento de establecer un nunca más al capitalismo financiarizado y desbocado que había conducido a dos guerras mundiales y, a la postre, a la catástrofe del nazismo y del fascismo. Nació, desde luego, con una impronta claramente igualitaria, que se manifestó en las primeras constituciones aprobadas en los länder alemanes, en las cláusulas más avanzadas de la constitución republicana italiana -como la llamada cláusula Basso de igualdad real- en textos internacionales como la Declaración de Filadelfia de 1944 o la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 o en la propia arquitectura económica internacional diseñada en los Acuerdos de Bretton Woods.Estos textos y acuerdos se dirigían a todos los pueblos del mundo, y pretendían hacer de la solidaridad y de la fraternidad principios que traspasaran las fronteras33. Su objetivo principal era asegurar a los pueblos el derecho a la autodeterminación y al desarrollo; y a las personas, sin distinción de creencias, sexo u origen étnico, una serie de derechos civiles, políticos, sociales y laborales inalienables y basados en los principios de interdependencia e indivisibilidad. Para ello, sin embargo, era indispensable contar con una arquitectura financiera internacional que autorizara políticas expansivas, limitara las operaciones especulativas e introdujera límites a la libre circulación de capitales.Ciertamente, el impulso igualitario de este nuevo contrato social quedaría prontamente atrapado por las exigencias de la Guerra Fría y por los intereses neo-imperiales en disputa. Este escenario, de hecho, condujo al constitucionalismo social de posguerra, sobre todo en Europa, a moderar sus objetivos emancipatorios y a enfatizar la necesidad de intervenciones compensatorias o equilibradoras de las desigualdades existentes. Esto suponía desactivar aquellas cláusulas que podían conducir a la transformación radical o a la superación de las relaciones capitalistas, para priorizar las que permitían regular su funcionamiento en un sentido más equitativo. Esta aceptación del capitalismo como horizonte política y jurídicamente insuperable no solo comportaba una renuncia a los objetivos igualitarios más radicales, sino también una contención del propio principio democrático. Se consagraron, así, derechos políticos y sindicales amplios, pero se priorizaron las vías representativas en detrimento de la participación directa y se reforzó el papel del ejecutivo y de los tribunales constitucionales. Igualmente, se blindaron ciertos derechos sociales y se autorizó, para ello, la creación de servicios públicos, la imposición de deberes fiscales progresivos y de límites a la propiedad privada y a la libertad de empresa. Pero todo ocurrió en un marco constitucional que, al aceptar la economía de mercado capitalista, renunciaba a la democratización plena de la empresa34.Muchos de estos límites, ciertamente, serían denunciados por diferentes movimientos sociales y sindicales, sobre todo a finales de los años sesenta. Frente a cierta idealización de los Estados de bienestar en los que habían cristalizado los programas constitucionales de posguerra, estos movimientos -obreros, estudiantiles, feministas, ecologistas, anticolonialistas- contribuyeron a hacer visible sus sesgos burocratizadores y excluyentes, así como las insostenibles bases energéticas sobre las que se apoyaban. Se reconocía, con ello, que el llamado Estado de bienestar había mejorado la protección de los derechos de ciertas capas medias y de los sectores más protegidos del mundo del trabajo. Pero que a menudo lo había hecho sin las garantías suficientes, de modo discrecional, ignorando los límites ambientales del crecimiento y reduciendo a los ciudadanos a simples idiotés, esto es, a consumidores y clientes pasivos de las burocracias administrativas35.Con todo, no fueron las críticas democratizadoras e igualitarias al contrato social de posguerra las que consiguieron abrirse camino. Por el contrario, la ofensiva contra sus pilares principales corrió a cargo de un liberalismo conservador de nuevo tipo, que recuperó y actualizó muchas de las obsesiones desarrolladas por el constitucionalismo doctrinario del siglo XIX.Autores como el austríaco Friedrich Hayek acusaron tempranamente al constitucionalismo social de poner en peligro no solo las libertades de mercado, sino también las libertades civiles, allanando así un auténtico camino hacia la servidumbre. Este tipo de diagnóstico se vería reforzado por otros documentos como el Informe de la Comisión Trilateral, elaborado en los años setenta por Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki a instancias del Departamento de Estado de los Estados Unidos. El Informe entendía que el problema del constitucionalismo social de posguerra no eran sus déficits democráticos sino lo contrario, el exceso de expectativas políticas y sociales que generaba y que conducían a la ingobernabilidad. Este diagnóstico venía acompañado de una terapia radical. Para superar la endémica tendencia a la inflación y al déficit del constitucionalismo keynesiano, era imprescindible sustraer a los parlamentos la capacidad de intervenir sobre el gobierno de la economía. En su lugar, Hayek y sus seguidores sugerían encomendarla a órganos supuestamente técnicos e independientes como los bancos centrales.Esta limitación de la capacidad de actuación de los parlamentos debía acompañarse de una morigeración de los derechos de participación de las clases populares, bien a través de cambios en los sistemas electorales, bien a través del control de los medios de formación de la opinión pública y de financiación de los partidos. Esta restricción de los derechos de participación era una condición indispensable para la flexibilización de los derechos sociales y laborales y para la mitigación de los controles impuestos al derecho de propiedad privada y a las libertades de mercado, comenzando por la libre circulación de capitales, mercancías y servicios36.La caída del Muro de Berlín supuso un espaldarazo decisivo a este programa de contrarreformas y mostró que el contrato social de posguerra había sido en buena medida un contrato forzoso, inspirado más en el miedo de las élites que en la solidaridad o el altruismo. A resultas de este cambio de escenario, esta nueva concepción política y económica iría penetrando de manera profunda en las constituciones sociales vigentes. A veces, limitando su capacidad normativa, otras, o subordinado sus preceptos más garantistas a lógicas privatizadoras o mercantilizadoras37. La efectividad de esta operación, por su parte, vendría asegurada por la irrupción, en el ámbito supraestatal, de nuevos marcos constitucionales con un denso contenido normativo y un fuerte sesgo antisocial. Este sería el caso de la Lex mercatoria surgida en los últimos años para proteger el derecho de inversión de los grandes agentes privados, bajo la tutela de los tribunales de arbitraje, los organismos financieros internacionales o las agencias de calificación de deuda. O de los llamados Consensos de Washington y de Bruselas, cuyo influjo en la modelación del constitucionalismo en América y el conjunto de Europa ha resultado ser decisivo.La deriva experimentada por la Unión Europea en las últimas décadas puede, en efecto, considerarse uno de los reflejos más claros de esta ofensiva constitucional antidemocrática. Desde el punto de vista institucional, se iría generando una arquitectura en la que el peso de las grandes acabaría recayendo, bien en los ejecutivos estatales -sobre todo los de los Estados más poderosos, como Alemania o Francia- bien en órganos e instituciones con escasa o nula legitimidad democrática y especialmente sensibles a la presión de los lobbies privados, como la Comisión, el Banco Central o el Tribunal de Justicia de Luxemburgo38. Desde el punto de vista económico, la incorporación a los tratados de un derecho de la competición carente prácticamente de restricciones, así como de rígidas reglas monetaristas, fue minando paulatinamente los márgenes de actuación de los Estados miembros en materia de políticas sociales. Todo esto se vería agravado por la ausencia de una fiscalidad común, que facilitaría la progresiva suplantación, en el ámbito supraestatal, de la lógica de la solidaridad y de la cooperación por la de la insolidaridad y el dumping social39.Pero esta lógica no solo ha desactivado la posibilidad de intervenciones públicas correctoras de las actuaciones del mercado. También ha alentado a los países miembros a recurrir a prácticas alternativas ilegítimas o insostenibles, como el falseamiento de las cuentas públicas, la atracción de capitales especulativos o el sobreendeudamiento privado, dos elementos que están en el origen del actual crecimiento desorbitado de la deuda pública.En este contexto, es evidente que la solidaridad puede mantenerse como referencia normativa de algunos derechos, como ocurre, por ejemplo, con ciertos derechos sociales y laborales recogidos en la llamada Carta de Niza40. Pero su función no es ya la de corregir los abusos provenientes de los poderes financieros y económicos, sino por el contrario, la de garantizar que estos no sean interferidos de manera excesiva o desproporcionada por intervenciones públicas o por derechos como la negociación colectiva o la huelga41.Naturalmente, esta degradación del principio social y democrático no ha dejado incólume el principio del Estado de derecho. Así, junto a su rostro privatizador, el programa neoliberal incluiría la adopción de medidas punitivas, de ¿tolerancia cero?, dirigida contra los excluidos -desempleados, migrantes pobres, trabajadoras sexuales- y, de manera creciente, contra la disidencia cultural, política e incluso sindical42. Restricciones al ejercicio del derecho de huelga y de manifestación y una configuración vaga e indeterminada de supuestos delitos de ¿resistencia?, contra el ¿orden público? y de colaboración con el ¿terrorismo?, han sido algunas de las medidas en las que se ha reflejado el reforzamiento del Estado penal resultante del desmantelamiento del Estado social43.Este celo punitivo exhibido con los sujetos disfuncionales al nuevo orden económico contrastaría, en todo caso, con la cobertura jurídica y política otorgada a poderes privados y particulares ligados al aparato estatal que se han beneficiado del mismo. Así, este nuevo Derecho penal del enemigo descrito -y en el fondo justificado- por autores como Günter Jakobs, conviviría sin aparente tensión con un no menos eficaz Derecho penal de los amigos encargado, entre otras funciones, de asegurar espacios de impunidad para la corrupción o la especulación a gran escala. La abierta pasividad, cuando no el estímulo político y jurídico de fenómenos como los paraísos fiscales o lo que el penalista William Black ha denominado el fraude a los controles bancarios son solo un botón de muestra de esta tendencia44.Ahora bien, si el constitucionalismo neoliberal tiende a marginar el papel correctivo de los derechos sociales y del principio de solidaridad al interior de los Estados, también lo hace en la esfera regional e internacional. En este sentido, los tratados de libre comercio, las cartas de recomendación de las instituciones financieras y los programas de ajuste se presentan como dispositivos dirigidos a exportar esta lógica privatizadora en favor de los Estados y regiones más fuertes. Esta lógica insolidaria -que tiene en la guerra por el acceso o la apropiación de recursos su expresión más cruda- puede convivir con las apelaciones a la solidaridad presentes en los programas de cooperación, de ayuda al desarrollo, y en numerosos documentos y declaraciones de Naciones Unidas. Pero se trata de una convivencia inestable, en la que el alcance de la solidaridad, o bien se desvanece, o bien se adecua funcionalmente a estrategias competitivas incompatibles con el respeto al derecho a la autodeterminación y al desarrollo45.33 La Declaración de 1948 establecía en su Preámbulo que los seres humanos, ¿dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con otros?. Esta invocación de la fraternidad se ha señalado, asimismo, como fundamento de los deberes hacia la comunidad recogidos en el art. 29.1. Sobre el papel de la Declaración de Filadelfia en este contexto, vid., a su vez, la interesante monografía del laboralista francés Alain Supiot, Lesprit de Philadelphie. La justice sociale face au marché total, Le Seuil, París, 2010.34 Este cambio de paradigma fue especialmente visible en casos como el alemán, cuya Ley Fundamental de Bonn se había concebido, en más de un punto, con el propósito de evitar los excesos y la ¿ingobernabilidad? de la República de Weimar y de su constitución. Sobre esta cuestión ha llamado la atención recientemente Jan-Werner Müller, ¿Beyond Militant Democracy??, en New Left Review, nº 73, Londres, enero-febrero 2012, pp. 39 y ss.35 Estas críticas no se limitaban, desde luego, al constitucionalismo de los países occidentales, cada vez más atenazados por la escalada imperialista de los Estados Unidos. También alcanzaban a las constituciones socialistas del bloque del Este -presas de lógicas burocráticas y cada vez más subordinadas a los dictámenes de la URSS- y a no pocas constituciones desarrollistas y nacionalistas del llamado Tercer Mundo.36 El fin del régimen de convertibilidad dólar-oro, impulsado por el presidente de los Estados Unidos Richard Nixon en 1971, y la abrogación, en 1999, de la Ley Glass-Steagall, que había contribuido a mantener separada la banca comercial de la banca de inversión fueron dos hechos decisivos para la financiarización de las relaciones económicas. Un cambio cuyo impacto en el constitucionalismo social sería notable.37 Los ejemplos en este sentido son abundantes y van desde las modificaciones introducidas a la constitución portuguesa de 1976 con el objetivo de descargarla de sus componentes más socializantes y de adecuarla al nuevo marco europeo hasta la reciente reforma de 2011 del art. 135 de la constitución española, realizada con el propósito de asegurar la prioridad absoluta del pago de la deuda pública a los acreedores externos.38 Mientras tanto, el único órgano con legitimidad electoral directa, el Parlamento, no pasaría de tener una posición subalterna en la arquitectura institucional europea global.39 A propósito de esta cuestión, vid. las lúcidas consideraciones de Wolfgang Streeck en ¿Markets and Peoples. Democratic Capitalism and European Integration?, en New Left Review nº 73, Londres, enero-febrero 2012, pp. 63 y ss.40 La Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea está organizada en torno a VII Títulos. El IV, precisamente, versa sobre la ¿solidaridad?, y está compuesto por 11 artículos. En él se consagran diferentes derechos sociales, desde el derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la empresa hasta el derecho de negociación colectiva, a la protección en caso de despido laboral, o a la tutela del medio ambiente. El problema, en realidad, reside en que estos derechos están subordinados a la libertad de empresa y a la propiedad privada consagradas, sin las limitaciones propias del constitucionalismo social, en el Título II de la propia Carta y en el núcleo duro de los tratados. Sobre esta concepción patrimonializada de los derechos de solidaridad en la Unión Europea ha llamado la atención, entre otros, A. Cantaro, en Europa sovrana. La costituzione dellUnione tra guerra e diritti, Edizioni Dedalo, Bari, 2003. [Hay trad. cast. de Gerardo Pisarello y Antonio de Cabo, Europa soberana. La constitución de la Unión entre guerra y derechos, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, pp. 129 y ss.].41 Basta recordar, en este sentido, la jurisprudencia favorable a las libertades de establecimiento y de circulación de servicios y mercancías establecida por el Tribunal de Justicia de Luxemburgo entre diciembre de 2007 y junio de 2008 en los célebres asuntos, Viking, Laval, Rüffert y Luxemburg. Para un análisis más detenido de este conflicto entre libertades de mercado y derechos sociales, vid. A. Nogueira López (dir), Mª Antonia Arias Martínez y Marcos Almeida Cerreda (coords.), La Termita Bolkenstein. Mercado único vs. Derechos ciudadanos, Thompson, Civitas, Aranzadi, Pamplona, 2012.42 Vid, entre otros, J.C. Paye, La fin de lEtat de droit. La lutte antiterroriste de létat dexception à la dictadure, La Dispute, Paris, 2004.43 Una aproximación interesante a esta cuestión en G. Portilla, El derecho penal entre el cosmopolitismo universalista y el relativismo posmodernista, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2008.44 Véase William Black, The Best Way to Rob a Bank is to Owe One, University of Texas Press, Texas, 2005.45 Al respecto puede verse L. Ferrajoli, Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, Laterza, Roma, 2010, Vol. II., pp. 503 y ss.4- La reconstrucción del contrato social y la reinvención garantista de los derechos socialesA cuatro años del estallido de la crisis de 2008, no es exagerado sostener que las nuevas élites financieras han procedido a una auténtica ruptura desde arriba del contrato social que, al menos en Europa, había regido los llamados ¿años gloriosos? del capitalismo de posguerra. Esto ha dado lugar a una inédita reconfiguración de las relaciones de poder económico, político, mediático e incluso militar que propicia su concentración en pocas en pocas manos.Esta irrupción de lo que Luigi Ferrajoli ha llamado ¿poderes salvajes? está teniendo un impacto notable en el constitucionalismo, la democracia y los derechos humanos tal como se concebían hasta ahora. Cada vez son más las voces, de hecho, que admiten que esta quiebra del contrato social está provocando un auténtico cambio de régimen. Que el elemento democrático de muchos regímenes constitucionales construidos en Europa en la segunda mitad del siglo XX está siendo desplazado por elementos oligárquicos carentes de toda legitimidad popular. Es esta mutación la que ha permitido a algunos autores resucitar lo que Jacob Burckhardt -resumiendo el programa del liberalismo doctrinario del siglo XIX, llamó oligarquías isonómicas- esto es, regímenes gobernados por minorías económicas que sin embargo toleran algunas libertades públicas. O lo que los periodistas griegos Katerina Kitidi y Ari Hatzistefanou han denominado deudocracias, es decir, regímenes controlados por los grandes acreedores e inversores financieros46.Como bien advirtieron los clásicos de la antigüedad, de Aristóteles a Polibio, existe un peligro cierto de que la hybris, la desmesura del capitalismo financiarizado que se ha extendido a países como China o Rusia conduzca a la stasis, a la fragmentación social y a la confrontación civil. Este paso de la Constitución oligárquica a alguna variante de Constitución despótica no sería una novedad absoluta. En la Europa de 1930, de hecho, sería el Behemoth nacional socialista quien se impondría como salida a una crisis que el constitucionalismo social republicano de entreguerras no había podido o sabido afrontar47. De manera similar, también el programa neoliberal que está en el origen de la crisis actual necesitó de la dictadura para llevar adelante sus propósitos, tal como demostró el feroz golpe contra el régimen constitucional de Salvador Allende en Chile, en 1973.A pesar de la gravedad de la situación, esta alternativa no es, desde luego, la única. Junto a ella existe otra: la de la regeneración democrática y la refundación igualitaria del contrato social. Esta fue la alternativa impulsada por la primavera de los pueblos que en 1848 puso en entredicho los efectos precarizadores del capitalismo liberal, y ha sido, también, la que intentado abrirse camino en algunos países que en la última década tuvieron que pasar por crisis similares a la actual, como muchos de América Latina.En las condiciones actuales, esta alternativa exigiría combinar lo que Ermanno Vitale ha llamado la resistencia constitucional, es decir, la potenciación de los elementos más avanzados de un constitucionalismo social incumplido pero todavía vigente48, con el impulso, allí donde esta estrategia no resultara viable, de reformas y de nuevos procesos constituyentes.Al menos cuatro elementos, en todo caso, deberían informar este nuevo contrato social: la recuperación y reinvención del gobierno público -estatal y no estatal- de la economía; su reconversión en un sentido ecológico y energéticamente sostenible (así como su progresiva desmilitarización); una nueva política distributiva basada en derechos sociales exigibles y no en concesiones discrecionales o clientelistas; y una profundización del principio democrático en diferentes esferas -institucionales y no institucionales- y en distintas escalas -locales, regionales e internacionales-.Un análisis adecuado de cada uno de estos retos exigiría un desarrollo que excede los objetivos de esta intervención. Sin embargo, están lejos de inscribirse en un programa utópico, situado fuera de la historia. Forman parte, como se ha señalado al principio, de la mejor herencia del constitucionalismo republicano democrático surgido de las revoluciones del siglo XVIII. Pueden rastrearse en el constitucionalismo social fraguado en las primeras décadas del siglo XX, en las repúblicas mexicana, soviética, alemana o española, y en los principios más avanzados del constitucionalismo de posguerra. Están presentes, también, en aspectos esenciales de los nuevos marcos constitucionales aprobados en las últimas décadas en América Latina49. E integran, por fin, el núcleo duro de las reivindicaciones democráticas presentes en procesos constituyentes como el islandés o en las movilizaciones de ¿indignados? surgidas al calor de la crisis en diferentes puntos del planeta50. Estas movilizaciones, que llaman a ¿ocupar el mundo? contra la actual concentración oligárquica de poder político, económico, mediático y militar, no apelan a una minoría iluminada. Convocan a la cooperación y a la rebelión del 99% de la población mundial excluida del acceso a la riqueza colectivamente producida, contra la insolidaridad y la codicia del 1% restante. La fórmula puede resultar excesiva o restrictiva51. Pero expresa bien un estado de cosas en el que la capacidad de articular nuevas formas transnacionales de solidaridad y de fraternidad aparece como la piedra de toque para la articulación de nuevos contratos sociales capaces de frenar y revertir la degradación a la que el actual capitalismo rentista y depredador está conduciendo a la humanidad y al planeta. Desde una perspectiva realista, no son muchas las razones para el optimismo. Siempre quedará apelar, en todo caso, a las esperanzadoras palabras de Hölderin: que allí donde crece el peligro, crezca también lo permita salvarse de él.46 Junto a Deudocracia, los periodistas griegos acaban de realizar un nuevo documental, Catastroika, en el que analizan el impacto negativo que los programas de ajuste impuestos sobre su país por la llamada Troika -Banco Central Europeo, Comisión y Fondo Monetario Internacional- han tenido en el alcance del principio democrático y de las libertades civiles y políticas.47 La referencia es al clásico de F. Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1983.48 Vid. E. Vitale, Defenderse del poder. Por una resistencia constitucional, Trotta, Madrid, 2012.49 Cuestión diferente, desde luego, es el juicio que pueda hacerse sobre la distancia existente entre estos marcos constitucionales y su desarrollo práctico.50 A resultas de la crisis (y de otros factores internos) se han abierto procesos constituyentes en países tan disímiles como Islandia, Túnez o Egipto. También han ido ganando terreno, aunque con fuerza desigual, iniciativas constituyentes en Chile, en Francia y en España, y han crecido las voces que demandan un proceso constituyente de ámbito europeo capaz de contrarrestar el sesgo crecientemente antidemocrático adoptado por la Unión Europea. Para el caso español, y desde un punto de vista constitucional, tienen interés las contribuciones recogidas en R. Viciano et. al., Por una asamblea constituyente. Una salida democrática a la crisis, Sequitur, Madrid, 2012.51 El economista Paul Krugman, por ejemplo, considera que el 99% es una cifra que apunta demasiado bajo, ya que en los últimos tiempos, una parte importante de las ganancias obtenidas por el 1% ha ido a parar a un segmento más reducido, el 0,1%, integrado por el millar más rico (vid. ¿We are the 99%?, en http://www.nytimes.com/2011/11/25/opinion/we-are-the-99-9.html?_r=3).